“Acabo de lavar cuatro platos, tres vasos y varios tenedores y cuchillos”, le dice a su vecina. “He despellejado –prosigue– cuatro pequeños muslos de pollo; he troceado un tomate grande, dos manzanas y dos peras; he añadido setas, laurel, tomillo, aceite, sal y pimienta, más un chorrito de vino tinto. Una vez con el deber cumplido en la cocina, paso a despellejarme el alma, mientras observo cómo la olla cuece a fuego lento.»
El lavaplatos (pues no era cocinero, aunque cocinara) prosiguió hablando con la vecina y le confesó: “El amor es sólo posesión, voluntad de posesión. Nada de amor recíproco y todo eso tan lírico. Seducir, poseer, usar y tirar. Lo otro, aquello que no sabemos nombrar, es sacrificio, dolor y sacrificio, sin contrapartidas. El amor vulgar es sólo deseo, voluntad de posesión, y luego rechazo. Tarde o temprano, una vez poseído lo que deseábamos, lo rechazamos, y vuelta a empezar. Lo otro, aquello que no sabemos nombrar, es otra cosa: no es ese amor de película o televisión, sino sacrificio inhumano, tormento, casi martirio, más allá de lo humano. Desprendimiento, despojamiento, un sacrificio amoroso, y por lo tanto sí que tiene un contenido auténtico de amor. En todo caso, seguro que es más puro el contenido del corazón, del sentimiento, del alma o la conciencia, o lo que sea. Ahora bien, ¿un amor vulgar, de esos que tanto abundan, merece tanta pureza? Como verá, aquí entra ya el absurdo en las cosas del corazón, en eso que llamamos amor, equivocadamente. Yo, como Orfeo de barrio y lavaplatos, en este mismo instante dejo de hablar, me voy con la música y los cacharros a otra parte”, y se despide de la vecina hasta otro día.
La vecina, cuando subió a su casa, no se arrojó por el balcón, como narran algunas novelas románticas, sino que llamó por teléfono y exclamó: “¡Esto se ha acabado!”, y apagó el móvil.