No seré yo, risible personajillo desactualizado, el que venga a despotricar contra las campañas de dinamización lectora: paso los días entre libros, papelajos y otras almas. Está bien que los alumnos lean, está bien que vayan a las bibliotecas, blablabla; está bien que encuentren en Dickens un remanso de calma. Leer es necesario, ya lo sabemos; también lo es el calcio, la fotosíntesis o el páncreas.
Dejen por favor, los gestores de esa pamema, de vender humo en las aulas. Y lean ustedes, lean. Se nota a la legua que no han leído mucho, que no les gusta leer. La yugular del drama.
Si yo fuese un niño y los escuchase hablar recomendando según qué título, huiría en dirección contraria. Dejen de ofrecer lecturas bobas, argumentos absurdos, personajes de arenisca, álbumes coloridos sin brújula ni bitácora. No traten al lector infantil como si fuese bobo: la edad no es razón para negar la inteligencia, matar la sensibilidad y atenuar la magia.
Si un coach (tomo esa inane palabra prestada) me instara a mí (Danielico) a hacer ejercicio comiendo ganchitos espachurrado en la cama, probablemente no movería el dedo. Qué narices el dedo, ¡ni una pestaña! He tenido diez años y he sufrido a cretinos que no me dejaban leer Cien años de soledad, Moby Dick o El corazón de las tinieblas parapetados en la imbecilidad discursiva de no sé qué edad reglamentaria.
Pasé algunos años odiando encarecidamente el plancton seudoliterario que echaban en la pecera, libros que yo (un crío normalito) leía ese mismo día y al poco, olvidaba. No les perdonaré nunca el tiempo que me hicieron perder. Ellos que no leían, defendían la bondad de aquello que detestaban.
Lo diré una vez más y guardaré silencio: la lectura no se promueve. ¡Se contagia!
Por eso me desplazaba (en mis años de docencia) por mi centro escolar con un libro abierto leyendo en voz alta. Como un «lectotuberculoso», no leía: estornudaba.
Sea como fuere no seré yo el que critique esas campañas. Amo los libros. Son mi casa.