Querido Hermes: se acabaron las cartas también en el cine

Los lunes, día del espectador

Teresa Gimpera escribiendo una carta en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice.

Yo creo que fue estando en la mili cuando escribí las cartas más intensas. Mira si lo fueron, que hasta se ganaron correo de retorno, prometiendo grandes momentos que allí me estaban vedados. Por entonces voraz lector y a la vez muy frecuentador de las salas de cine, había leído libros y visto películas que tenían en la correspondencia la razón de ser, pero no me servían para mi cometido, porque en general transitaban otros caminos: los de Carta al padre (Kafka) o Carta al general Franco (Arrabal) en cuanto a libros, y alguna carta panfletaria en cuanto a películas.

Si bien vi después también películas que seguían en esa línea de informe político o social, como Letter to Jane (Jean-Louis Godard, 1972) o Lettre de Siberie (Chris Marker, 1957), ya me fui centrando en cosas más íntimas, como las que intentaba yo remover escribiendo tumbado en la litera del barracón o sentado en el pupitre de una clase del cuartel.

La película que ejemplificaría esta nueva línea, más íntima, podría ser Las dos inglesas y el amor (François Truffaut, 1971), basada precisamente en la novela epistolar de Henri Pierre Roché. Apasionadas cartas se cruzan en esta película que Truffaut tuvo clavada como una tóxica espinita desde su estreno por su penosa acogida por parte del público, hasta que hizo de ella un nuevo montaje, más largo, más íntimo, que constituyó, de hecho, su última película, antes de que un tumor cerebral se lo llevase de este mundo.

En Las dos inglesas y el amor el personaje que interpreta Jean Pierre Leaud, que no es otro que la encarnación de Henri-Pierre Roché, envía cartas a las dos hermanas inglesas, sucesivas amantes suyas, que tienen efectos catastróficos, hasta el punto de que vemos cómo una cae desmayada mientras lee su contenido. En otro momento, mientras Leaud / Roché procede a la lectura de su respuesta, se le aparece con su rostro y voz, cubriendo en primer plano toda la pantalla, leyendo lo que ha tenido a bien escribirle.

No es la primera vez que Truffaut utiliza un recurso así. También lo hizo, sobreimpresionando esa vez el rostro de Catherine / Jeanne Moreau mientras lee la carta enviada a Jim en Jules et Jim (1962), una película que también nos muestra por activa (voz en off del contenido de las cartas) y pasiva (imágenes que reflejan el ambiente bélico) el intercambio epistolar entre Jim y Jules, en dos bandos opuestos durante la primera guerra mundial. Yo diría, sin embargo, que todo eso viene del rostro congelado en primer plano de Mónica en Un verano con Mónica (Ingmar Bergman, 1953), ya inspirador del plano final de Los 400 golpes (1959) y que esa sobreimpresión en PP, en correspondencia (sic) fue retomado poco después por el mismísimo Bergman en Los comulgantes (1963).

Bueno, corto ahí, que si no me acusan de alargarme demasiado. Sólo acabar diciendo que hay cartas demoledoras en la historia del cine, como la que nos relata el largo flashback que constituye Carta de una desconocida (Max Ophuls, 1948), la que le lee, con sorpresa final, Jeanne Moreau a Marcello Mastroiani en La notte (Michelangelo Antonioni, 1961) o la que, después del mal momento que le indujo a escribirla, Michel Piccoli intenta destruir durante casi todo el metraje de Las cosas de la vida (1970). Y que hay cineastas que, no contentos con ser muy proclives a la correspondencia, tratan de explicarnos el recorrido físico que esta debe hacer para llegar a su destino (y ahí está la carta neumática de Baisers Volés, de Truffaut, en 1968, pasando por venga tuberías de alcantarillas, o todas las manos, operaciones y sitios por los que pasan, según muestra Jim Jarmusch en el inicio de Flores rotas, de 2005.

Todo este proceso dilatado, secuenciado, de pensar, escribir, enviar, recibir, leer y seguir dándole vueltas a la carta recibida, que ahora nos han acelerado cuando no cortado de cuajo, tenía muchos momentos de lo más cinematográfico. Y si no que se lo digan a Teresa Gimpera en el plano secuencia más bello del cine español cubriendo la primera parte (El espíritu de la colmena; Víctor Érice, 1973) con la ayuda de una bicicleta, la meseta castellana y un tren a vapor, o a la protagonista de Un amour de jeunesse (Mia Hansen-Love, 2011), llegando a cambiar de vida tras ver, desesperada, cómo dejan de llegar a su buzón las cartas de su novio, en la distancia.

Se trata la de la correspondencia, para mí, de una gran pérdida (y no digamos, en otro orden de cosas, para los historiadores…), que Pedro Salinas ya se imaginó cuando pensó que iba a desaparecer la correspondencia ante la irrupción de los telegramas:

“¿Porque ustedes son capaces de imaginarse un mundo sin cartas? ¿Sin buenas almas que escriban cartas, sin otras almas que las lean y las disfruten, sin esas otras almas terceras que las lleven de aquéllas a éstas, es decir, un mundo sin remitentes, sin destinatarios y sin carteros?”1


[1]Pedro Salinas. El defensor. Ediciones Península, 2002. Existe una edición posterior en Alianza.