Que empiece la función

Cruzando los límites



Me declaro culpable de crear una bacteria quimérica para destruir las partículas de plástico en el océano, y de modificar sus genes para acabar con el petróleo marino, sin tener en cuenta el peligro inherente a crear una bacteria Frankenstein. Lo que no imaginaba es que, después de acabar en pocas semanas con los restos de plásticos e hidrocarburos, seguiría teniendo hambre. La programé para que muriera, pero después de una desafortunada mutación, siguió devorando todos los compuestos orgánicos que encontraba a su paso, acabó con todos los peces de los océanos, ascendió por los ríos y consumió todo lo que se ponía a su alcance. Cuando se acabara el alimento tenía que deshacerse en sus componentes, pero mientras quedara una sola molécula orgánica en la tierra seguiría adelante. Y siguió adelante.

Escapé con un reducido grupo de elegidos a la ampliada Estación Espacial Internacional, desde la que contemplamos una tierra ocre y unos mares ensombrecidos por el polvo que el viento arrastraba desde todos los desiertos. Por una vez, ese polvo no haría crecer en los océanos el fitoplancton, ni florecer una Amazonia convertida en una árida extensión exenta de vida.

Antes de partir, reunimos la memoria genética de todos los seres vivos que se habían registrado hasta ese momento, cerca de ocho millones de especies para repoblar el planeta cuando la bacteria Gladiator acabara con toda la materia orgánica y se destruyera a sí misma.

Deberían haberme crucificado por provocar la séptima y más dramática de las extinciones, pero yo era como aquellos comandantes de los campos de concentración japoneses que luego dirigirían las grandes empresas niponas, el cerebro capaz de cruzar cadenas de genes para obtener cualquier cosa que se reprodujera a sí misma e incluso capaz de alcanzar cierto nivel de sapiencia. De hecho, solo yo podía comunicarme con la inteligencia cuántica Zeus convertida en el cerebro de la nave, solo yo podía permitirme una conversación hecha de algoritmos y fórmulas matemáticas, en la que entraban en juego las partículas subatómicas, los genes y las células, es decir, la física para manipular el tiempo, la química para crear vida y la biología para recuperar en un tiempo récord la biodiversidad perdida.

Teníamos una base en la luna, que ampliamos para crear un centro de investigación y producir los alimentos necesarios.

Mientras tanto, esperamos a que la Tierra se consumiera del todo y la bacteria se extinguiera, llenando la atmósfera de anhidrido carbónico. Cuando ya no quedaba ni un solo compuesto orgánico, ni los que vinieron hacía millones de años con los asteroides, inoculamos en el planeta los gérmenes de una nueva vida, con las modificaciones pertinentes para que, al cabo de solo diez mil años volviera a existir una biosfera en la que la vida humana tuviera cabida. Después, construimos una nave en la base lunar capaz de viajar a un noventa y cinco por ciento de la velocidad de la luz y nos fuimos a rodear el sistema solar durante una decena de años. Durante ese periodo, el tiempo se comprimió para nosotros y, cuando volvimos a la Tierra, en el planeta habían pasado los diez mil años previstos y de nuevo estaba lleno de vida. En aquel viaje, Zeus había creado su propio Olimpo de inteligencias cuánticas y, entre todas, desarrollaron una máquina capaz de crear seres humanos plenamente desarrollados a partir de las pizarras bituminosas canadienses, ricas en todos los elementos necesarios. Solo había que generar las primeras ochocientas células, luego ellas mismas decidirían como dividirse, y no crearon dos seres humanos iguales. En un decenio, de las cápsulas alimenticias habían salido diez mil millones de niños de tamaño adolescente, tantos seres humanos como antes de la catástrofe, con un Olimpo enloquecido que no sabía ni deseaba detenerse.

Junto con uno de los hijos rebeldes de Zeus y para evitar la catástrofe, diseñé una máquina biológica de pequeñas dimensiones, una especie de virus capaz de reproducirse a sí mismo, que transmutara las tierras raras, no necesarias para la vida, en compuestos indelebles, interaccionando con ellas en el universo subatómico, con lo cual todos los aparatos que dependían de esos elementos dejaron de funcionar. En pocos días, todas las inteligencias artificiales mostraron error y se apagaron, y los androides con aspecto humano, que llevaban a cabo todos los trabajos, se convirtieron en restos arqueológicos.

Y nosotros nos convertimos en una civilización de diez mil millones de habitantes de vuelta a la Edad del Hierro. Incapacitada para abastecerse a sí misma sin aquel ejército de obreros superdotados convertidos en estatuas de ojos permanentemente abiertos, labios cerrados, manos que no creaban ni reparaban ni satisfacían los deseos de una población ansiosa y angustiada. Sin redes sociales, sin internet, volvieron los reyes, reconvertidos en señores de la guerra, y los trovadores. Solo nos quedó volver a fabricar las espadas de antaño, donde el hierro permitiera forjar un imperio, y regar la tierra con la sangre de criaturas grandes y estériles que podían morir de hambre o con las cabezas cortadas, pero no envejecían ni enfermaban, ángeles en liza que no sabían de la maldad más que un niño de diez años que sonríe mientras sostiene bajo el agua la razón y siente el cosquilleo de su agitación en las manos, mientras poco a poco se detiene. 

No más adultos en un mundo de niños. Que empiece la función.