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Quien quiera tener un humano tiene que cuidarlo. En un estándar de calidad, no es suficiente que coma y que duerma: hay que motivarlo, hay que dinamizar su vida de manera que sea una vida plena. Tanto Fifí como Jules eran perfectamente capaces de descuartizar las lagartijas y hacerlas desaparecer, pero todas las semanas dejaban un buen número de ellas, debidamente separadas de sus colas, a la vista de la dueña. Quedaban ahí, haciéndose el muerto. La dueña las encontraba y echaba a rodar su vis beatífica: les hablaba con ternura, se fijaba a ver si palpitaba aún el corazoncillo debajo de la piel y las llevaba a un rincón del jardín conocido como Los Inválidos, donde cientos de lagartijas se habían recompuesto antes de darse a la fuga a toda pastilla.
No se podía negar que Jules y Fifí cuidaban a su humana, pero cada bicho tiene su tendencia incorregible y había un día en que la dueña, a pesar de los adecuados programas de dinamización, sin que nadie pudiese evitarlo, cogía una buena curda y…
—¡Qué bueno es el alcohol!
El día era un poco gris, no hacía frío. Los seres estrafalarios de la casa estaban a lo suyo, vigilando saltamontes, acechando pájaros. No lo vieron venir. El tío Jules levantó la vista y se le aflojó el cuerpo, como si le hubiesen caído de golpe los años encima. Enseguida llegó Fifí con los ojos muy abiertos y los bigotes tensos. Ella había salido por la puerta con la cerveza en la mano, tambaleándose, y había llegado hasta el borde de la pendiente para lanzar su grito de guerra. La orografía, como tantas otras veces, hizo el resto de la faena y ahora los vecinos se arremolinaban a pie de calle mirando hacia arriba con expectación:
—¡Qué bueno es el alcohol y cuántas mentiras se han dicho sobre él! —sonaron aplausos calurosos entre la concurrencia.
—Que ha acabado con brillantes carreras, que ha deshecho familias… ¡El alcohol no tuvo la culpa! Esas vidas hubiesen sido una auténtica mierda sin un poco de esta alegría.
Fífí y Jules le arañaban el pantalón intentando hacer que volviese dentro. A ella solo le importaba la botella: la levantaba y miraba fascinada el efecto del vidrio color ámbar contra el cielo tapado.
—Solo con la ayuda de este hechizo se puede rozar un alma aletargada con la punta de los dedos— sermoneaba señalando la botella. De la calle llegaban, a voz en grito, metáforas groseras y paralelismos muy crueles. Ella seguía ajena a todo excepto a la botella.
Solo entró en la casa cuando necesitó más elixir de la felicidad. Fifí aprovechó para cerrar la puerta y atrancarla. Jules disolvió a los curiosos orinando desde la verja. Aunque estaba muy viejo ya para estas aventuras, sabía que quien tiene un humano tiene una responsabilidad.
La dueña se derrumbó sobre el sofá de la sala, ante la mirada de Mademoiselle Fifí. Siguió desarrollando su discurso aprovechando que contaba con toda la atención de su gata. Fifí tenía la mirada fija, sí, pero más allá de la dueña. Estaba concentrada en lo que vendría a continuación. Se preguntaba si los vecinos serían como los gatos que, viendo signos de debilidad, se deciden a atacar. Fifí se imaginaba a una turba vecinal subiendo por la pendiente y se le erizaban los pelos del cogote y de la cola.
Ahora y aquí, la tarde se presentaba complicada. Habría que bajar a la calle. El paseo vespertino, más o menos habitual, hoy era irrenunciable. No cabía mostrarse temerosa: ni un paso atrás. Cuándo se callaría la borrachina. Cuándo caería en el sopor. Podía anticipar los bufidos de mofa a sus espaldas de todos los felinos de las casas vecinas. En unas horas tendría que medirse con cada uno de los burlones. Se oían ronquidos: parecía que ya estaba durmiendo la mona. Jules era viejo. Le tocaba a ella. Habían visto a los amos reírse de la dueña. Estarían muy subidos y muy faltones. Cada burla tenía que pagar un precio de sangre. No se podía dejar pasar ni una. El último mitin le había costado un pedacito de oreja. Peor parado salió Ginger, el de la esquina, que quedó tuerto.
Sangre palpitante. Sangre revivificante. Le hervía la sangre… ¡Qué bueno es el alcohol!
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