El adjetivo de moda para comentar relatos. Con la manida escala que va desde «imprevisible» hasta «totalmente previsible», pasando por «casi previsible». Como si todo receptor estuviera preparado para cualquier giro de la trama. O como si por previsible el relato no poseyera un argumento poderoso y atrayente. Porque, al fin y al cabo, hay historias que no nos importa leer, ver o escuchar una y mil veces. Aunque apenas cambien los personajes, aunque rayen en lo convencional. O por abordar un tema con seso, incluso de forma frívola. Bien lo sabes.
Anda que no era previsible que me dejaras aquella noche por aquel macizo australiano —Uluṟu o como se llamara—. Tan previsible que te esperé a la mañana siguiente con el zumo, la tostada con frambuesa y el café con leche tibia, y te dejé preparada la ropa para el trabajo, no hice preguntas (de las que sabía las respuestas)…; regresaste. Tu cuello, tan lindo, había marcado horas antes el giro de acontecimientos desde que te volviste hacia él. Nada es improbable cuando hay atracción a primera vista, sobre todo cuando el otro está en las antípodas (bueno, casi). Debí imaginarlo antes: dos semanas previas al estreno de la película te tiraste repasándome toda la filmografía del susodicho. Cati, tu compañera de la productora, iba por el quinto cóctel cuando reía a carcajadas señalando la copa y señalándote, y cuando, tratando de guiñar un ojo, se le cayó una pestaña postiza en el combinado y casi se atraganta de la risa. Ese fue el guiño en realidad; cuando acudí a socorrerla, desapareciste entre la gente. Como se suele decir, no hay quinto malo.
¿Dónde voy a encontrar a alguien como tú? Quizá esté adelantando el guion; claro, porque hay miles de tipos mejores que yo, por muy loco que esté por ti, que lo estoy, pero es que estamos en los seis primeros meses de enchochamiento, ¡cómo no voy a estarlo! Por supuesto, tú también. Porque siempre has regresado. Porque siempre he sabido que regresarías. Porque nunca he conocido a nadie tan fiel. Y si no te gusta el adjetivo, podemos cambiarlo por previsible.
Si en verdad ha habido cuatro más, como sugirió tu compañera Cati, prefiero no saber cómo fue, pues también tengo mi corazoncito, por mucho que no me cueste imaginarlo. Tampoco es necesario que te hable de mis pecadillos. Además, son insustanciales; la trama seguiría los mismos derroteros. Respetas mis aficiones, que no es fácil. Ya te conté que en relaciones anteriores tuve problemas para dedicarme en cuerpo y alma a mi pasión literaria: unas veces, por los montones de libros y papeles; otras, por las noches en vela; otras, por mis ensimismamientos… Incluso me has ayudado a salir de atolladeros en más de un relato. Creo recordar que en el pasaje de la mesilla de caoba fuiste tú quien me propuso lo del despertador de luz proyectada como un mensaje encriptado que advertía a la protagonista del estado de vigilia, que no estaba soñando cuando la casa estaba a punto de ser desvalijada —vamos—.
Si no fuera también por tu aliento, en cada beso y en cada texto, me inundaría la soledad más de lo deseable. A veces temo haberte revelado todo lo que podría contarte. Es quizá ese temor que me falta el que me subyuga a ti, en ese afán que tengo de saber qué pasará después. Y, siendo así, es posible que no seas tan previsible y me aferre a ti como a una novela sin final.
De ahí mi miedo, cariño: que, aburrida de este personaje y de esta historia que soy yo, no regreses esta noche ni por la mañana. Te esperaré con el desayuno y todo listo para que sigamos como hasta ahora. Si no es así, decididamente, aceptaré el giro insospechado como buen amante y como buen amante de las buenas historias. Y no hará falta que leas esto.