Plaza

M de Mirinda


Huele, más bien pica, a aceite de freír churros en la plaza de la Piña. Un foco (de la floristería), un neón (de la franquicia de juegos y apuestas) y las mortecinas farolas (con su apocada luz municipal) crean un ambiente, montan una escenografía de sombras y destellos digna de un teatro resultón. Recibo con deleite una panoplia de sonidos de viernes por la tarde, cuando niñas aguerridas dan golpetazos en los bordillos con sus patinetes, cuando nenes mínimos me preguntan de qué es mi perro, y sus padres, argentinos, le responden a su vástago que el perro es de carne y hueso, y yo añado y de pelos, muchos pelos. Escucho también ráfagas de conversaciones dominicanas, arrastraditos de neumáticos de coches que, sufridamente, circulan a 20 km/h alrededor, y pájaros urbanitas piopiando su asombro por las altas temperaturas de febrero. Sigo sentada sobre los listones renqueantes del banco de dominio público hasta que cierran la frutería y pasa caminando, con su bastón con mango de elefante de plata sobre balón de fútbol, el octogenario Manolo, el de las mil historias. La plaza se va apagando. Me recojo. Seguiré contando.


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