Persiste el velo

M de Mirinda


El esfuerzo es constante, y se refresca. Cada dos o tres horas aprieto con solvencia el interno  botón rojo que por función tiene romper el velo encantador, cuya trama está compuesta por las luces sugerentes, el calor del confort y la efusión del consumismo. Mas no logro sensación alguna de hueso descarnado, de frío mordiente o de soledad inevitable. El escenario urbano sigue pareciéndome un nido bien pertrechado de plumas sueltas que abrigan, de ramitas bien dispuestas para que en ellas me acurruque mientras veo cómo sobrevuelan mi puesto de observación grandes bandadas de pájaros, de todo pelaje, interesantísimos. «Más dura será la  caída», pienso, pero no soy capaz de forzar la máquina y provocar el batacazo que, estoy  convencida, necesito darme para ganar el galardón honorífico de «humana por experiencia». No hay manera. Hinco mi dedo índice en el interruptor, ambos metafísicos. Nada. Esa rata que saca sus zarpitas entre las barras de metal de una alcantarilla mientras la gitana de los  domingos vocea su oferta de flores de Pascua a cinco euros, en medio del endiablado tráfico de patinetes eléctricos por las aceras intransitables del adviento en Madrid; y la invasión del sagrado recinto bucal de mi mascarilla FFP2 por parte del olor a combustión mal entendida que esa moto expele, así como la pobreza de espíritu de los adolescentes que van dejando un rastro de latas de bebidas ultra energéticas, trufadas de cafeína, azucaraza en vena y repugnantes melazas de fresa con reminiscencias de jarabe para la tos y, cómo no, la pena encarnada en este señor argentino que se ha construido una casa con cartones de embalaje y paraguas y que nunca acepta melocotones ni panes, solo botellas de Aquarius marca  registrada… nada de esto me hace caer del caballo, con crudeza e impacto con ruptura de  vértebras o muerte. Persiste el algodón, persiste el perifollo, persiste el encantador engaño. Seguiré contando.


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