Perfumes para el día después

Perplejos en la ciudad


Se lavaba varias veces al día, cabeza y cuerpo, con toda clase de pastillas de jabón perfumado, geles, champús, desodorantes y colonias, porque, decía, debía estar preparado para llegar a la muerte sin olor, sin ningún olor a vida. Alguien le recomendó la cremación y le dijo que si lo incineraban no olería más que a ceniza, y que si la arrojaban al mar no olería en absoluto. Pero no quería la incineración, no quería imaginarse ardiendo entre las llamas de un horno crematorio como los de aquella maldita guerra.

Tampoco hablaba nunca de la purificación del espíritu, sino solo de la limpieza del cuerpo, cuyo olor había decidido que no llegaría al más allá. En vida no siempre pudo lavarse como hubiera deseado. Hubo un tiempo en que la escasez de la postguerra —mejor no hablar de las porquerías y suciedades de la guerra, decía—, le hizo vagabundear sin destino por las calles, buscando en vano aquellos jabones de la infancia, aquellas pastillas Heno de Pravia y aquellas colonias Myrurgia.

Desaliñado, no tenía ánimos para lavarse a diario con jabones a granel, mal cortados, verdaderas piedras poco jabonosas, baratas, sin aroma, que vendían en la droguería del barrio. Todo esto impedía que fuera más limpio, de cuerpo y de vestido, que no frecuentara verbenas y otras fiestas, donde cada vez se sentía más rechazado y solo. Sin perfume, sin compañía.

Por eso mismo se lavaba tanto ahora que ya disponía de un poco de dinero, y compraba toda clase de marcas de jabones y colonias para estar bien preparado y perfumado, y no oler a vida cuando un día imprevisto lo llamara la muerte a su puerta.

Dejó escrito en un testamento a sus allegados —unos parientes lejanos— que, a cambio de heredar sus ahorros, lo enterraran bajo un parterre de plantas aromáticas, a poder ser de tomillo, menta, orégano, hierbabuena, romero, albahaca y salvia.

No sabemos si la familia cumplió con sus voluntades póstumas y olorosas.