Asombrado y ensombrecido por la altivez de aquel individuo, me sumí en un extraño letargo dialéctico que me fue relegando al perfil externo de la conversación. Fui esquinando mi presencia hasta la pared que quedaba a mi espalda; en realidad, a la espalda misma del grupo que estaba conversando. Aunque no sé si conversar era la palabra más adecuada para describir lo que allí estaba sucediendo.
Mi decisión de empequeñecerme y separarme la provocó la reacción que tuvo aquel personaje cuando, a una inconexa sucesión de argumentos, se me ocurrió soltar una frase con clara intención sarcástica: “Estaríamos mejor si hablásemos con el ritmo de un perezoso”, dije, no sé muy bien por qué; quizás, debido al histrionismo tan evidente del que llevaba la voz cantante en esa charla, aparentemente inocente e intranscendente, pero que a mí me estaba sugiriendo no sé qué cosas que me hacían temer episodios oscuros de dominación y superioridad de unos pocos sobre muchos otros.
Al pronunciar esas palabras, se hizo un pesado silencio, denso y espeso como un puño cerrado, y la mirada del hombre altivo se dirigió con expresión furiosa hacia mí. Nadie dijo nada pero fue evidente que a nadie gustó mi frase. Si alguien hubiera dicho algo, puede que no me hubiese sentido tan señalado, tan incómodamente reprobado, como me hicieron sentir.
Pocos segundos después, que me parecieron eternos, continuaron con su conversación, por supuesto, con la dirección protagonista de ese molesto personaje. Y lo hicieron como si yo ya no estuviese ahí, como si nunca hubiese dicho nada, casi hasta como si nunca hubiese participado en ese encuentro.
Así, empequeñecido y casi avergonzado, fui retirándome en silencio y tratando de no volver a atraer la atención de nadie de los que allí estaban reunidos. Reflexionando sobre el cuasi monólogo que había escuchado y sobre mi frase, en apariencia tan desafortunada, me encaminé confundido hacia la salida del palacete donde, no recuerdo muy bien por qué, había acudido a esa extraña conversación entre desconocidos. Y me iba con la firme convicción de que entre ellos había una persona muy peligrosa para muchos si la vida le resultara tan provechosa y afín a sus propósitos como su actitud parecía demostrar.
Podía aventurar que ese peligro era real, como, unos instantes después, pude comprobar cuando, justo al salir del edificio, dos individuos fornidos y con rostro muy serio e inexpresivo se me acercaron y detuvieron mi paso. Uno de ellos colocó su manaza abierta sobre mi pecho con toda la intención de impedirme seguir mi camino. El otro se colocó detrás de mí amenazando mi espalda y provocándome un irreflexivo temor por mi integridad. Paralizado, traté de balbucear unas palabras que no lograron salir de mi boca.
—El mundo no está hecho para los perezosos—, dijo el ogro que tenía delante. Parecía que estuviera masticando las palabras, deleitándose en pronunciarlas y disfrutando sin gesticular con el efecto que estas producían en mi rostro. Mi expresión, más que de miedo ante la amenaza de semejantes gorilas, debía de ser de estupefacción.
Aunque lo que realmente estaba sintiendo era furia. Rabia por la intromisión en mi frase, en esa desafortunada frase que me desplazó del grupo de arriba y que ahora tomaba cuerpo como amenaza en la voz de estos trogloditas.
La indignación me hizo reaccionar y me defendí zafándome de esas manos agresivas que detenían mi paso y casi mi pensamiento. Me enfrenté a ellos con un grito —¡dejadme!—, tan seco y firme que surtió efecto. El de delante alzó sus manos como indicando que nada tenía que temer mientras el de detrás se apartó levantando también sus antebrazos con una descarada simulación de no violencia. Y, con un gesto en ambos que me pareció una mezcla de burla y sorpresa, me dejaron marchar sin decir ninguna palabra más.
Llegué a mi casa y, ya dentro de ella, continué martirizándome caminando de un lado a otro, como un gato enjaulado que se topa con las paredes para rebotar en las de enfrente, acrecentando así cada vez más el furor y la ira que sentía.
No acababa de comprender nada de lo sucedido. Un encuentro extraño con un protagonista prepotente y con ínfulas dominantes. Una frase, pronunciada al albur de una conversación, que me convierte en un proscrito del encuentro dialéctico. Una huida entre las sombras del desaire y una amenaza directa que utiliza la misma palabra de la frase que me condenó. No podía entenderlo. Ni siquiera por qué mi frase, intencionadamente humorística y relajante, podía haber provocado la frialdad con la que a todas luces se escuchó.
Bebí un trago de una bebida fuerte, con la clara voluntad de mitigar mi rabia entre las evanescencias del alcohol. Bebí una copa más y no tardé en notar sus efectos. Me senté y logré relajarme con un vaivén mental mucho más calmado y encendí la televisión, con ganas de dejar a un lado mi indignación, cada vez más leve.
Mi corazón dio un vuelco. Se encendió en un canal en el que suelen emitir documentales de naturaleza y de otras materias. Y, justo en el preciso instante en el que se iluminó la pantalla, un perezoso aparecía agarrado con aparente indolencia a la rama de un árbol. Asustado, de nuevo, por la inusitada coincidencia sentí que el alcohol me emborrachaba de golpe a la vez que se acentuaba mi sensación de pánico.
Han pasado varios días desde aquella desafortunada tarde en la que pronuncié aquella maldita frase sobre el perezoso. Aún sigo agarrotado y con la mente ralentizada. Mis movimientos son cada vez más lentos y no recuerdo haberme desplazado muchos metros desde el sillón en el que me senté a ver el televisor para relajarme. Tampoco creo haber orinado, bebido o comido más de dos veces. Tengo la impresión de que mi cuerpo ya no necesita mucho más de lo poquísimo que le estoy dando. Incluso, parece que mi corazón también se ha pausado y palpita muy pocas veces por minuto. Pero no me siento mal, en absoluto. Es más, no creo que necesite más de lo que hago, de lo muy poco que hago. Aquí dentro me siento seguro.
Voy a seguir relajándome. Me lo pide el cuerpo.