Cuando uno rebaja sus ideales, está rebajándose entero: lo rebaja todo de sí mismo, incluso, hasta las ganas de morir.
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De acuerdo: la vida –al menos tu vida– es una apuesta perdida… ¡Pero, muchacho, te creía hecho de otra madera!: ¿Acaso esa inexorable pérdida –llámala “trágica”, si eres aficionado a la grandilocuencia–, acaso ésta tu perdición, es excusa para dejar de luchar?
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No hay sentimiento más triste que este de saberse innecesario: ¡Qué sórdido y asqueroso cuando, en medio de una situación, junto a aquellos a los que considerabas tus amigos, descubres que eres completamente indiferente, o sea, que, a todos los efectos, da igual que estés o no presente!
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Hermann Hesse –y con él, muchos y muy eminentes pensadores y artistas– afirma que los motivos reales, auténticos –“fundacionales”, podríamos decir– de nuestra conducta permanecen siempre al margen tanto de nuestra consciencia como de nuestra voluntad: esto es, ocultos en algún recóndito rincón de nuestro ser, en el rincón de los instintos –el rincón donde se instalarían estas especies de resortes que, supuestamente, nos gobiernan como a muñecos–.
Pues bien: no estoy de acuerdo, ni con Hesse ni con nadie que piense lo mismo; bien es verdad que los hombres actúan, en innumerables ocasiones, movidos por oscuros, inconscientes, involuntarios y hasta indecibles instintos, deseos o querencias; pero, sin duda, también es verdad que un ser humano es capaz de actuar con arreglo a su clara, consciente, voluntaria –¿decible, indecible?– decisión. A éste lo llamo «yo torero», pues se atreve a agarrarle los cuernos a su destino –aun a riesgo de descornarse–. Lo jodido, a fin de cuentas, no es ignorar por qué hacemos lo que hacemos; lo jodido es averiguar que lo hemos hecho porque otro quiso que lo hiciéramos.