Enterramos a mi padre en Salamanca, creo que fue un tres de abril.
Los operarios que le dieron sepultura tuvieron que cortar un poco la caja, porque el hoyo resultaba algo pequeño. Mi padre medía casi dos metros. Es uno de los pocos datos que siempre conté con orgullo; eso, y que tenía una caligrafía digna de monje copista.
No supe cómo despedirme de él. No sabía bien qué recordar, qué agradecer, o qué reprochar.
Terminado el sepelio se celebró una misa a la que también acudieron un puñado de personas, que entendí que serían sus vecinos y amigos del barrio. El sacerdote pidió por su eterno descanso y bajó para estrechar la mano a la familia que ocupaba la primera bancada, a la derecha de la nuestra.
Habíamos pasado la noche anterior en el tanatorio; velando, tomando café de máquina y esperando que se hiciese de día. De madrugada me pudo el cansancio; me recosté entre dos sillas y caí en un duermevela. Por el rabillo del ojo, vi que mi tío Ramón —hermano menor de mi padre— se paraba delante de mí, y simulé dormir. En un gesto cariñosamente paternal mi tío se quitó su abrigo y me tapó con él, con cuidado de no despertarme. Maldije a mi padre, que yacía muerto en la sala contigua, en una caja de casi dos metros.
Hicimos el viaje de regreso ya entrada la tarde. Recuerdo ver a la derecha del camino, a lo lejos, las murallas de Ávila. De alguna manera, parte de mi vida parecía cerrarse y quedar atrás, igual que se alejaba aquella fortaleza que abrazaba una ciudad en la que yo nunca había estado.