La infancia era aquella Navidad con restricciones eléctricas (regalo sombrío de postguerra), cuando leíamos a la luz de un patio interior o de un balcón, y la máquina del tiempo nos trasladaba a un desierto donde ya habíamos vivido, o a una ciudad misteriosa en la que dentro de unos años viviríamos. Mediante esa poca luz podíamos subir a la nave espacial y viajar de un planeta a otro, cruzando miles de estrellas y meteoritos. Otro día bajábamos al centro de la tierra o descubríamos al Yeti en las cumbres nevadas, borrascosas, de montañas recién descubiertas.
La infancia era la portada de un almanaque extra de Navidad.
Era a primeros de diciembre cuando aparecían en los kioscos, prendidos con agujas de tender la ropa: ahí estaban los almanaques de tebeos cuyas portadas nos deslumbraban con tal intensidad que nos hacían prisioneros de aquellos dibujos, cautivos de aquellos colores intensos que resplandecían en el papel satinado. Prisioneros, ya no abandonaríamos nunca el cautiverio mágico. Niños piratas, aventureros, rehenes de la ilusión dibujada y coloreada.
Almanaques de Navidad, tebeos «Extra de Navidad», dos o tres pesetas más caros, nos advertía la kiosquera. Portadas blancas de nieve, con exploradores llegando al Polo Norte. Páginas inundadas por oleajes del Sur, barcos piratas surcando el mar proceloso al abordaje de tesoros y damas. Exploradores en la selva misteriosa en busca de diamantes, safaris a la caza del hombre mono. Detectives investigando el cuarto asesinato de novias en las vísperas de su boda o el envenenamiento de un mago cojo en un bar de mala muerte. De pronto, surgía un espía malo que traicionaba a su mejor amigo en las últimas viñetas del tebeo y… continuará.
Solo en el próximo número, pasada ya la Navidad, descubriríamos el desenlace trágico del espía malo, así como la salvación del amigo traicionado junto a la chica. Sin embargo, aunque ese espía no era uno de los nuestros, su condena y ejecución en la última página nos hacía sentir algo que no entendíamos del todo, como si las viñetas finales nos dejaran un dibujo triste en la mano.
Otras veces los héroes del futuro partían rumbo a Marte, o los terrícolas defendían la Tierra de los nuevos rayos destructivos de las naves invasoras. Mientras tanto, en días y noches de hadas y brujas, en una aldea, la bella muchacha que pedía limosna en una esquina resultaba ser una princesa, robada de niña y abandonada en un callejón oscuro. Pero ahora, reconocida por una señal en el brazo, será rescatada por el arquero principal del reino, subirá a una carroza de oro y será conducida al castillo de sus padres, donde le espera una vida feliz envuelta de amor y azucenas, si no hay una madrastra escondida detrás de la puerta… (Continuará)
Cuando hoy hojeo aquellos tebeos, en ediciones facsímiles de papel o en imágenes de internet, mi mirada salta de un mundo desconocido a otro, subo al caballo Plata y parto, melancólico, hacia otras praderas y valles, como hacía el Llanero Solitario.
Porque era… Érase una vez… Pero continuará, siempre… Continuará…
—Ese hijoputa de arriba nos va a dar la Nochebuena con tanta musiquilla nostálgica y de tebeo, ¡que te calles ya, que pareces un maldito cartero sin aguinaldo! —exclama un vecino desde el balcón.