No será el fin del mundo esta Navidad, o eso creo, pero, como en toda festividad navideña, huele a parusía, a llegada, a presencia. Ya está llegando, se acerca el día y hora, se vacían los bolsillos y se ven repletas las despensas y los frigoríficos arcones, con sus besugos, con sus lechones. Y ahora que los calendarios de adviento han sido fagocitados por las empresas chocolateras y por las fábricas de cosmética, la ansiedad pascual alcanza nuevas cotas. Aun así, no se me puede arrancar, ni empañar siquiera, mi férrea expectativa de nevadas, de adornos de fieltro con forma de diminutos ratoncitos esquiadores coronados con gorros rojos con blanco pompón, con blanca borla, y de sobremesas con chistes paternos, sabroso anecdotario familiar, debates gastronómico-comparativos sobre la Navidad en Galicia y la Navidad en Portugal y un aire de algodón chiribitoso y cálido que reconforta y esponja a la familia. En el árbol desmontable, que tiene ya 30 años, brilla la rata belga con encaje y lentejuelas, las pinzas de madera PapáNadalformes, la marmota alpina que, si la aprietas, silba, las mariposas de brillantina y las, siempre potencialmente mortíferas, redes de lucecillas LED compradas por Aliexpress. Cuenta atrás para la pequeña parusía anual. Mi reloj, desde hace días, adelanta, se me acelera, lo nota. ¡Felices fiestas, charquistas! Seguiré contando.
–