Rosa Bonheur fue una pintora francesa del siglo XIX, feminista y lesbiana, y dueña de un bar en el parque Chaumont de París con una terraza encantadora. En sus bancos, situados entre los árboles, conocí a Michelle, «la felicidad de color de rosa», con el aire Gainsbourg de las chicas que no están acabadas de hacer, como si hubieran salido del molde antes de tiempo. Un rostro triste en el que no han tenido tiempo de crecer las imperfecciones, mofletes amplios y labios que siempre parecen necesitados y nunca se acaban de cerrar del todo. Enseguida se dio cuenta de que sentía una atracción insana hacia ella.
En cuanto me aseguré de que observaba mis rasgos orientalizados, hice el gesto de llevarme la mano izquierda hacia la boca, como si fueran las fauces de un lobo que está a punto de devorarme, y con un gesto descuidado de la otra mano, la señalé y me llevé los dedos a los labios. Quería decirle que estaba deseando bebérmela y que no había nada que me permitiera escapar a sus encantos.
La risa de Michelle era terriblemente contagiosa, su voz melodiosa seducía y tranquilizaba como una caricia. Aquel día llevaba una minifalda negra de piel, ajustada, muy corta, que dejaba al descubierto sus piernas, largas como la radiación de microondas del universo. Se sentó conmigo y nos tomamos uno de esos cafés parisinos, malos y extremadamente caros. Como yo, no era lesbiana, pero nos sentíamos tan identificadas que acostarnos fue como una comunión con nuestro propio cuerpo.
Recorrimos el viejo París y antes de salir hacia Barcelona ya nos habíamos amado eternamente. En la Ciudad Condal, nos instalamos en el último piso del hotel Barceló Raval, en pleno centro, y lo primero que hicimos fue subir a la terraza, que sobresalía por encima de los demás edificios, a emborracharnos con la ciudad, pero acabamos consiguiéndolo en los labios de la otra, con una fuerte dosis de tequila con limón y granos de sal mientras mirábamos aquel caótico amontonamiento de cemento, rodeado de mar y montañas. Me gustaba esa idea de un mundo de cemento por cuyos terrados podías correr como un animal nocturno, entrar y desaparecer con un juego de llaves para ir abriendo las puertas de un escenario diferente cada vez, un país de las maravillas lleno de espejos y vidas.
Durante el día recorríamos la ciudad, y por las noches, nos gustaba bailar abrazadas con música de jazz. En el Jamboree escuchamos a Kris Davis y ya no pudimos escapar al embrujo de aquel local donde podíamos balancearnos y beber sin que nadie nos dijera nada. En la Troika Delicatessen, una tienda rusa situada el otro lado de las Ramblas, comprábamos caviar del Caspio y lo mezclábamos con la coca que nos metíamos bajo la lengua. La jazzista Andrea Motis nos dejaba con los ojos vidriosos, ciegas de pasión, las lágrimas congeladas en las mejillas, la sal en el paladar. Después, cruzábamos las callejuelas del Raval para ver a las chicas que se bajaban las bragas en los portales, o se agachaban delante de clientes que apenas se tenían en pie con las neuronas inundadas de ginebra. En la oscuridad, todo era posible. Ese recorrido sobre el olor a semen y meados en el cemento gris de las paredes pintadas de grafitis, ese amor con las rodillas temblorosas, esa sucia oscuridad nos llevaba a nuestra blanca habitación, a nuestra cama y a nuestros besos.
Michelle hacía el amor lentamente y yo la miraba desde el blanco butacón, observando a través del ventanal las piezas de aquel lego gigantesco, con la única emergencia de las iglesias y algunos edificios tan horrendos que transformaban el horizonte de Barcelona en otro planeta, el lugar ideal para hacer cualquier cosa que uno deseara, como colocarse y contemplar a Michelle poseída por dos senegaleses a la vez, recitando poemas de Rimbaud en español mientras arrastraba las erres: «Itiofálicas y soldaninescas, sus burlas le han depravado. En su gobierno se ven frescos itiofálicos y soldaninescos, o brotes abracadabrantescos. Tomad mi corazón, que sea purificado. Depravadme con vuestras burlas, itiofálicos y soldados, francotiradores del amor».
Michelle era una devoradora de versos, los digería y los vomitaba para retrasar el orgasmo inevitable que la dejaba sin fuerzas —à feu doux, decía, «a fuego lento, dulce, no tan deprisa»—. Después, se convertía durante al menos una puesta de sol en un trapo muerto con el que podías hacer cualquier cosa, hasta que volvía a reiniciarse, como un humanoide al que acaban de recargar.
Era capaz de cantar These foolish things, mientras bailaba doucement encima de mi cuerpo e intentaba penetrarme en el recto con los dedos. Yo acariciaba con cariño sus nalgas de un renacentismo estilizado profundamente aromatizado…, hasta que un día aquel aroma se desvaneció para permanecer solo en mis sueños. Michelle volvió a París, y yo volví al JET propulsión de Pasadena, donde me estaba preparando para ser la primera astronauta femenina de menos de treinta años en irse a vivir a Marte.