Recuerdo con auténtico rubor el primer ejercicio universitario de «educación artística»: un esperpento troncal del primer año de la entonces diplomatura (hoy es un «grado») de Magisterio: la doma del color. Esperaba un viaje de Altamira a Kandinski, de la Venus de Willendorf a Umberto Boccioni, del himno de Ugarit al sintetizador digital y me encontré sentado en un taburete, en una nada polivalente, escuchando pamplinas en la «tabula rasa» de la banalidad:
«Dibujen un rectángulo (nos espetó aquel hombre) de veinte centímetros de largo y cinco de ancho. Subdividan el mismo en veinte celdas de un centímetro de grosor. Tomen a continuación los colores primarios. Hagan con ellos escalas graduadas de color.»
Para un daltónico anímico, bastante trabajo suponía disociar en abstracto el rojo del azul. Añadirle matices a la confusión cromática era, a todas luces, dolor sobre dolor. Salí de aquel trance gracias a la dádiva de mi hermana y de mis padres, los tres, con paciencia, hicieron la lámina que presenté yo. Aprendí tres cosas de aquel «no» trabajo:
—Que el arte (al rozar las aulas) se transforma en mentira.
—Que el mundo es confuso y siempre matizable.
—Que nunca mis alumnos harían (en mis clases) «escalas de color».
Tan pronto acabé el curso mandé al trastero aquel bagaje inane, pero hice trasvase del arte a la vida. De la academia forense al vivo corazón. Por doquier hacía escalas de color con egos y adjetivos, con penas y alegrías, con gritos transitivos y silencios de amor. Pronto apliqué el engendro (ahora hábito) a la ética viva. Del tipo que rebana con la radial en mano el cuello de una niña, al tipo que aparca (con alevosía) en una plaza reservada a la discapacidad; del nazi de Treblinka al bonobo racista que insulta a una mujer (en un avión de Ryanair) por su color natal, hay matices cromáticos amplios e infinitos, lo que no cabe duda es del color primordial: la absoluta maldad. Otro tanto sucede con su antagonista, un «tono» es ceder el asiento en el metro y otro muy distinto (dentro del mismo «color») liquidar el patrimonio e irse a Gaza a ayudar.
Expongo el «bien y el mal» por ser (burla burlando) los dos colores primarios de la convivencia, no porque distinga (en sus espectros ambiguos) en qué instante la luz matiza su verdad. Goethe me enseñó, cursadas Magisterio, psicopedagogía (Antropología y Teoría de la literatura) que no existe el color en la oscuridad; Berkeley, que todo es percepción, sensibilidad fría. Así que el bien y el mal (Nietzsche, perdóneme) son sueños de la luz en la retina psíquica. Tonos de color para pintar la vida.
Eso aprendí en la clase remota de educación artística: a desglosar dolores, amores, esperanzas, deseos y silencios; a fragmentar miedos, besos y poemas en gradientes ingenuos de color. Eso y que el mar era, es, la pigmentación intensa de las lágrimas y el silencio amical la tonalidad más neutra de la muerte. Porque un día morimos y la Luna se apaga. Y el ayer y el futuro (querida educación pública) regresan a la paleta de color y el color es tu vientre. La Libertad: un parpadeo ilustrado en la razón de un demente.