Mientras le daba vueltas a la espuma y la ola de la nueva Ley de la Eutanasia me han venido a la mente dos sandalias ontológicas:
1. Toda muerte per se es digna.
2. Existen dolores anímicos (del alma) que hacen indeseable «la vida».
Por alguna razón epistémica esta sociedad (oníricamente afrancesada) escindió (a finales del siglo XIX) la Neurología de la Psiquiatría, el avispero físico del ofidiario mental: el hielo del frío. En la tradición germana las siamesas siguen juntas.
Cuando el meta relato de la mente llene de dióxido psíquico la ficción de mis días, quiero que un sanitario me administre un mejunje y me ayude a morir. Porque yo no tengo, no lo tendré nunca, valor para matarme y sé que la luz alumbra y asfixia al colibrí.
Soy un colibrí humano. Un colibrí. Un pájaro endeble que ama profusa y hondamente la vida, pero se intuye frágil, un guisante en la cáscara temporal del trilero, el beso que hiere al faquir.
Mientras la trama siga sin noche ni quebranto, quiero seguir aquí buscando Terranova bajo la enagua de la Vida. Pero no soy Philip Van Doren Stern1, y tampoco, Frank Capra. Deseo tener alternativas legisladas si un día la luz derrapa, inunda mi área de Broca, arrasa la de Wernicke y no puedo decir (ni pensar) «¡Qué bello es vivir!».
Por cierto, esta noche han venido sus Majestades de Oriente y me han dejado libros: La buena suerte, de Rosa Montero; Todo en su sitio, de Oliver Sacks; El ardor, de Calasso, y los dos volúmenes de entrevistas de The París Review. No entiendo el porqué de tanta bondad.
Siempre he sido un niño raro. Un colibrí decía, un beso sin labio. Y lo que queda escrito en el agua romántica cuando el agua se evapora y la caligrafía es azar: algo.
1. Philip Van Doren Stern fue un escritor americano, editor e historiador. Es autor de la narración El regalo más grande, que inspiró la película de Qué bello es vivir (1946).