Un vagabundo que escribe poemas en hojas de libreta que reparte por los bares, cuenta que un compañero suyo, científico en paro y también vagabundo como él desde hace muchos años, ha tenido una visión científica que nadie quiere escuchar ni publicar.
Ha descubierto, nada más y nada menos, que son los hombres quienes, al derramar cualquier tipo de sangre con sus manos y lavárselas mal, contagian a los animales y a todo el mundo. Parece ser que estos animales, después de una sumisión ensangrentada y miles de años de contagio e infección, se conjuran en granjas, bosques y selvas para hacer una revolución.
Los animales conjurados anuncian en un manifiesto que quieren acabar de algún modo con la sangre que derraman los hombres, con esa sangre que contagia a todos los animales, a todo el mundo viviente, y que les contagia a ellos mismos, a quienes provocan el derramamiento: a esos hombres-animales y a sus descendientes, los hijos-animales contagiados, siglo tras siglo, por la animalidad y el derramamiento de sangre de los padres-animales.
Tal vez de este modo, manifiestan los conjurados, se consiga un día acabar con la sangre derramada y pueda oxigenarse la sangre futura de todos los animales, de todo el mundo.
Pero, a decir verdad, aún no saben cómo hacerlo.