El partido transcurría sin demasiados contratiempos. Por una de esas cosas extrañas los equipos se atenían a las reglas y tuvo que pitar muy pocas faltas en aquella primera parte que estaba a punto de concluir. Los dos equipos eran rivales históricos y se la tenían jurada, pero ese domingo no lo parecía porque el comportamiento de los jugadores era impecable, alguna zancadilla, sin mala intención naturalmente, lances del juego poco peligrosos, algún derribo, poca cosa.
Estaba siendo un arbitraje sencillo a pesar de estar sometido a una enorme presión, los dos equipos iban empatados a un gol, lo que hacía prever una segunda parte intensa dado el jaleo que ambas aficiones hacían en sus respectivas ubicaciones, aunque eran más ruidosos los que estaban en el sol que los que disfrutaban de la sombra.
Sí, el árbitro estaba sometido a una enorme presión, no porque el partido fuera lo que en términos futbolísticos se denomina un derbi, sino porque desde hacía unos meses salía con una chica que le gustaba mucho. Gordezuela, de piel sedosa, ojos de garza (eso decía a sus amigos, aunque no había visto una garza en su vida), sonrisa preciosa y muy alegre. Estaba coladísimo por esa muchacha y no hacía más que imaginar a todas horas cómo sería acariciarle todo el cuerpo, acostarse con ella, jugar en una cama grande sin pensar en el paso del tiempo. Ya tenía elegido el lugar al que irían, fuera de la ciudad, a un hotel en el bosque al lado de un lago con patos y peces. Era un deseo recurrente desde que la conoció, pero ella no consentía en pasar más allá de los simples escarceos, podríamos decir, castos, que ya le tenían un poco amargado.
El día anterior al partido, Luisa, la chica, le confesó algo que se había callado durante esos meses de protonoviazgo por respeto a su condición de árbitro. Resultaba que era forofa del equipo local, cosa que disimulaba muy bien porque siempre que él comenzaba a comentar algo de los partidos que arbitraba ella cambiaba de conversación. Sin embargo, ese día se lo dijo y, es más, le prometió que si en el derbi ganaba el equipo de sus amores consentiría en ir a ese hotelito del bosque al lado del lago, solo en ese caso, y si perdía su equipo ya se podía despedir de ella.
La segunda parte comenzó y el juego continuaba siendo extrañamente limpio. Algún fuera de juego, un par de corners sin consecuencias en cada portería.
En el minuto cuarenta y cuatro de la segunda parte, un defensa derribó en el área pequeña a un delantero del equipo visitante que se disponía a chutar para marcar el gol de la victoria, él hizo como que no lo había visto y entonces la bronca fue fenomenal. Los árbitros del VAR le advirtieron por el pinganillo que aquello era penalti y que hiciera el favor de pitarlo o se montaría la marimorena. Cogió el silbato y señaló el punto a once metros de la portería. Solo le quedaba rezar para que el portero parara el balón o el delantero errara el disparo. El delantero visitante colocó la pelota en el punto indicado, se fue hacia atrás y comenzó una carrerilla corta, como un trotecillo, disparó y la pelota se coló en la portería local.
Al entrar en el vestuario vio que en el teléfono tenía un mensaje. No lo puedo reproducir, no es bueno hablar de los árbitros.