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Tinta fina


Querida Lola:

Como bien sabes, las cosas son imprevisibles. Aunque, para ser exactos, lo imprevisible no son las cosas sino los acontecimientos, los hechos, los sucesos, que se desarrollan a lo largo de nuestra vida, al hilo de los años, del tiempo y que la mayoría de las veces nos pillan desprevenidos, con el paso cambiado. Decimos cosas para abreviar, porque la palabra cosa sirve para cualquier cosa. Perdona, no quería hacer una tautología. Ya sé que la palabra tautología no forma parte de tu vocabulario, no te alteres, no te lo tomes como un insulto, no te estoy llamando ignorante.

Como te decía, las cosas son imprevisibles. Es inútil todo lo que hayamos previsto porque siempre queda un resquicio para las cosas imprevisibles por el que se cuelan sin más.

A estas alturas de la lectura, seguro que te preguntas a qué viene todo esto, a qué vienen todas estas reflexiones sobre las cosas y su imprevisibilidad. Y tienes razón, porque no puedo evitar irme por las ramas y poner el parche antes que la herida, pero lo que te tengo que contar es muy importante y, al mismo tiempo, muy delicado aunque a bien seguro tú no lo considerarás ni delicado ni importante porque, desde que nos conocemos y somos amigas, difícilmente coincidimos en la consideración o en la calificación de los acontecimientos, sean de la naturaleza que sean.

Lo que te tengo que explicar es muy importante para mí y sólo te pido que me escuches o, mejor dicho, que me leas sin hacer ningún comentario, como acostumbras, hasta el final. Sé que te costará, pero, ¿sabes?, en el fondo no sé por qué te digo todo esto porque no estaré presente cuando leas esta carta.

Ayer me encontré con Juan en el Paseo. Hacía casi tres años que no sabía nada de él, como sabes, y fue una sorpresa inesperada, como son todas las sorpresas. Fue por la tarde hacia las cinco, yo salía del metro cuando, nada más subir las escaleras, le veo que viene hacia mí con una sonrisa amplia, abierta, como de no haber roto nunca un plato. Nos dimos dos besos y nos pusimos a charlar como si no hubiera pasado nada y tú sabes que sí que había pasado porque tú fuiste testigo de lo que lloré cuando me dejó plantada por otra.

Comenzamos a caminar y me preguntó si tenía prisa y le dije que no, que no tenía nada que hacer hasta el día siguiente. Entramos en un bar nuevo que han abierto hace poco, debajo de casa, y allí me contó que su historia con la otra había terminado muy pronto, apenas unos meses y que luego se había ido a Barcelona a trabajar en unas oficinas de su empresa que acababan de empezar y que para él había sido una oportunidad porque le habían subido el sueldo y la categoría y ahora ya era jefe de sección con mucha más responsabilidad y con empleados a su cargo. No me había vuelto a llamar porque le daba vergüenza, no sabía que decirme y creía que se había portado como un cerdo pero que estaba arrepentido porque nunca había conocido una chica como yo, con mi saber estar, mi cultura, mi belleza. En ese momento, yo me ruboricé un poco y me dio coraje porque después de lo que me hizo llorar, y lo mal que me lo pasé, que viniera con el cuento de mi belleza me dio rabia y, al mismo tiempo, me gustó.

Le empecé a mirar desde lejos, es decir, le miraba como si yo estuviera en otra mesa y yo no fuera yo. Iba muy elegante. Se había cortado el pelo bastante corto y ahora llevaba gafas de concha redondas que le daban un aspecto interesante. Hablaba moviendo las manos para hacerse entender y de vez en cuando, como por casualidad, me tocaba la rodilla. A mí, si te digo la verdad, después de tanto tiempo, esa familiaridad me molestó, pero no dije nada y le dejé que siguiera hablando. A medida que iba pasando el tiempo se iba creciendo, no es que aumentara de tamaño, sino que su voz se iba haciendo cada vez más persuasiva y más sugerente y yo, que le miraba desde fuera, como ya te he dicho, me iba encontrando cada vez más envuelta en una maraña de palabras, sonrisas, miradas picaronas y manos que no se estaban quietas.

Empecé a estar incómoda, pero por un motivo que desconozco, seguí sentada allí tomando gin tonics y comiendo cacahuetes. Ese cretino se creía alguien y, total, tenía un empleo de oficinista en una ciudad grande y poco más. Se había comprado un piso en un barrio céntrico y un coche grande, no recuerdo la marca, para presumir más que otra cosa, y me imagino que también para deslumbrar a las incautas que se lo creyeran. Ya te he dicho que siempre fue muy simpático y con un don de gentes y una labia especiales.

Se iba haciendo tarde y seguíamos allí sentados hablando, él más que yo, y empecé a tener hambre, a pesar de los cacahuetes, y no se callaba y no sabía cómo decirle que me tenía que ir a cenar. Además, quería ver la película que daban esa noche por la segunda cadena, que no la había visto cuando la estrenaron y me apetecía mucho verla. Me armé de valor para interrumpirle y le dije que me tenía que ir que era muy tarde y no sé cómo ni por qué se vino conmigo a casa. Yo seguía mirándonos desde fuera y empecé a entender.

En el ascensor intentó besarme, pero me hice la tonta tirando las llaves al suelo y agachándome con rapidez a buscarlas y, como vivo en el tercero, llegamos antes de que lo intentara otra vez.

Hice un par de huevos fritos para él y una tortilla de jamón para mí y abrí un paquete de ensalada preparada. Cenamos en un momento, porque tampoco la cena era muy copiosa, y él seguía hablando de lo que me había echado de menos, de lo tonto que había sido dejándome por una cría que no estuvo nunca a mi altura y otras cosas por el estilo. Le dije que quería ver la película de la segunda cadena y le pareció estupendo, él ya la había visto, pero no le importaba verla de nuevo porque le había gustado mucho, planteaba un problema muy profundo y las tesis, dijo las tesis figúrate, que defendía el director eran muy originales a la vez que muy humanas. Eso, sin hablar del trabajo de los actores que era magnífico y el final, el final era espectacular con un trávelin alucinante y unos fundidos originalísimos.

Mientras hablaba de la película yo entraba y salía del comedor con los platos de la cena y con su verborrea me iba poniendo cada vez más nerviosa, me empezaba a picar la ropa y tenía unas ganas enormes de quitarme el sostén, ponerme el pijama y las zapatillas y arrellanarme en el sofá para ver la película tranquilamente, pero no era el caso ya que, si lo hubiera hecho, Juan habría pensado lo que no era, porque si te digo la verdad los intentos que hizo durante toda la tarde y en el ascensor para ir más allá me dejaron fría aunque como te dije antes me había ruborizado un poco, pero fue un momento, te lo aseguro.

Se había sentado en el sofá y estaba oyendo la presentación de la película y esperándome un poco impaciente, lo noté porque con los dedos de su mano derecha tamborileaba en el brazo del sofá. Yo quería ver la película, como te he dicho, pero no me apetecía caer en sus brazos. Los sofás son siempre una tentación y yo no tenía ganas.

Cogí el jarrón para colocarlo encima del tapete que cubre la mesa del comedor y me di cuenta de lo pesado que era. Me lo había regalado mi tía antes de morir, así que se podía decir que era un recuerdo de familia.

Ya te he dicho al principio de la carta que las cosas son imprevisibles y, ahora más que nunca, doy fe de ello. Bastó con un solo golpe y se calló en seco. Apenas le salió sangre, sólo un hilillo por la comisura de los labios y se la limpié con una toallita.

Me puse cómoda y vi la película que no estaba mal pero tampoco había para tanto. El final sorprendente, sí.

Sigue sentado en el sofá y no sé qué hacer, porque debe pesar un poco y tengo miedo de que empiece a oler. Esta noche intentaré arrastrarlo hasta el ascensor y dejarlo allí. ¿Te parece buena idea? Si se te ocurre algo más efectivo dímelo, pero que sea pronto porque no creo que aguante mucho.

Da recuerdos en casa. Besos

Concha


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