Nora

Vecindad




Si tuviera que elegir a alguien que destaque por una actitud solidaria, mi voto, sin ninguna duda, sería para Nora, una mujer muy joven y absolutamente concienciada, yo diría que abrumada, con la idea de que los otros pueden estar en problemas.

Así, entrecomillando los otros, subrayando su cursiva, es como ha querido expresarlo ella misma para referirse —ya sean de un sexo u otro, remarca, de una raza u otra, religiosos o no—, a quienes carecen de las herramientas, o simplemente las desconocen, para salir airosos de cuantas dificultades les pueda poner la vida por delante.

Llama la atención su aspecto, delgada y elegante, prácticamente plana, sin musculatura ni pecho, no muy alta y con una hermosura sencilla y frágil enmarcada en una exuberante melena afro. Una imagen realmente llamativa, sin alharacas ni artificios, de la que rápidamente te olvidas una vez hablas con ella. Destaca de inmediato –algo normal, por su edad– su juventud repleta de una energía desbordante con la que impregna todo lo que hace, cómo se mueve y, sobre todo, la manera en que asienta lo que propone, siempre con una seguridad convencida en sus planteamientos, para buscar los problemas, analizarlos y, con gran iniciativa creativa, tratar de solucionarlos.

Así se comporta en su vida cotidiana, a pesar de la escasa respuesta que obtiene. “Es lo normal. La gente va a lo suyo”, comenta. Sin embargo, no cae en el desaliento y Nora insiste e insiste con tesón en lo que parece ser el sentido de su vida. Me comenta que, aunque tan solo fuera a uno, si solo pudiera lograr el éxito solucionando o ayudando a solucionar los problemas de una sola persona, su labor habría merecido la pena y sería, además, un aliciente añadido para acentuar sus esfuerzos y contribuir a que llegue un día en que se haga realidad un sueño, un deseo, casi una utopía: vivir en una sociedad equitativa.

Desde hace unos meses, Nora está trabajando, o, más bien, experimentando consigo misma, para buscar y catalogar las dificultades que encuentran las personas con discapacidad motriz en un entorno tan despiadado e indiferente como el de las grandes ciudades, como esta en la que vivimos.

Para ello, se ha metido en el papel del posible damnificado y todas sus actividades las realiza sentada en una modesta silla de ruedas, tan modesta que, dado que carece de financiación, se apaña, en su casa, con una vieja silla de oficina de tres ruedas; y un patinete al que le ha añadido un asiento para cualquier actividad que realice fuera de su vivienda.

«Las dificultades son casi infinitas», me comenta, desde obstáculos que no deberían serlo, como cubos de basura no recogidos, carteles de negocios, mesas de bares, andamios de obras, cacas de mascotas… hasta el inevitable estrés provocado por un ritmo demasiado rápido, excesivamente despersonalizado y al que siempre le falta tiempo.

Lo más llamativo es que, pese a llevar colgado del cuello un aviso (falso) de que es impedida, mucha gente, más de lo imaginado, se comporta de manera arisca, poco empática y hasta malhumorada por pensar, explica ella, o, mejor, por obligarles a pensar en que hay otros que sufren más que ellos. «Que no son sino los otros de otros ellos», concluye.

Ilustración: Javier Herrero. Dibujo sobre papel de caca de elefante


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