Si fuera un crítico de arte al que le aborrecen las expresiones artísticas tardo románticas y al que no le gusta ni el Art Nouveau ni el Modernismo catalán y tuviera que opinar sobre la locura panteísta de Gaudí, sobre la obra del arquitecto belga Victor Horta, sobre una escultura de Demetre Chiparus o sobre cualquier otra creación artística del romanticismo moribundo, haría un esfuerzo de imparcialidad, me tragaría los sapos y hablaría del vigor de la línea serpenteante del coup de fouet, de los estragos medievalistas de Ruskin y diría que el detallismo exasperante y minucioso de los prerrafaelitas son el antecedente del Modernismo lacrimoso.
Pero como no soy crítico de arte y aborrezco la sensiblería ñoña, no me trago ningún sapo y digo lo que me apetece. Digo que la decadencia formal del Art Nouveau, que el esquematismo retorcido de la Sezession, que el decorativismo nacionalista del Modernismo, que el revisionismo arcaico del Arts and Craft y que todas estas expresiones artísticas del final del Romanticismo son un horrible galimatías de nenúfares y otros vegetales exóticos, son manifestaciones de esoterismo emocionado, de intimismo patético y de extremismo formal snob frenéticamente enrarecido; diría que son la exaltación del corralillo provinciano y del decorativismo decadente.
Y como no soy un crítico de arte, ante la expresión artística me planto con los ojos bien abiertos y los oídos dispuestos y miro por el agujerito de la estética, intentando descubrir lo bello y si no lo encuentro me dispongo ante la comunicación formal con la mejor voluntad y digo que el arte con mayúsculas no debe venir definido por la intimidad ni por la expresión ñoña sino por la serenidad, el orden, la proporción y la universalidad.
Y como no soy un crítico de arte, me quedo tan tranquilo a contemplar y gozar de toda la generosidad de los artistas.
¡Ah, otra cosa!, como no soy crítico de arte nadie me podrá decir aquello de que uno es crítico de arte porque no puede ser un buen artista; pues no, tampoco soy artista.