No es mi verdadero nombre

Solo, por favor

 

Me llamo Moe. Esta es la historia de un espíritu maldito.

Todo comenzó una noche de noviembre en un viejo pueblo de Inglaterra. Por aquella época, las gentes del lugar no frecuentaban las noches, pues temían que les atrapara algo oscuro y siniestro. Creían verídico un cuento que les habían contado desde niños. Yo nunca había oído hablar de la calabaza maloliente, pero aquella noche todo cambió.

Llovía. Hallé refugio en un pequeño hueco a los pies de un viejo árbol. La noche era tan cerrada, que solo podía avanzar a la luz de los relámpagos. Estaba fatigado; llevaba perdido desde el anochecer. Me parecía imposible encontrar la Golden Fox Inn (posada del Zorro Dorado). Aproveché aquel pequeño refugio a los pies del árbol para coger resuello y reponerme. Estaba empapado y no paraba de llover. Desde allí trataba de encontrar alguna luz a lo lejos, pero nada; imposible encontrar siquiera una granja.

Seguía observando el oscuro paisaje tratando de divisar la posada del Zorro Dorado, cuando empecé a sentir un aroma extraño. El olor fue haciéndose más intenso. Hasta que ya no pude quitármelo de la nariz. ¡Era asqueroso! A tientas, traté de encontrar la procedencia de aquel hedor. Súbitamente, tras tocar algo liso, como una pelota, aparecieron unas pequeñas luces. Una voz de ultratumba atronó bajo el hueco del árbol:

–¿Quién ocupa mi morada?

Me estremecí.

Sonó de nuevo la voz:

–¡Te he hecho una pregunta!

Ya no podía permanecer callado. Contesté:

–Soy Moe.

–¿Qué clase de nombre es ese?

–Moe, Moe… Solo es un nombre. ¿Acaso importa? –repliqué armado de valor.

En el breve silencio que medió, acerté a componer una imagen con aquellas luces. ¡Sí, era una calabaza!

–¿Qué? ¿Sabes ya quién soy… “Moe”?

–Sí, eres una calabaza.

–¿Una calabaza? No, querido. Soy la calabaza.

“¡Vaya aires de grandeza se da la amiga!”, pensé (aires corruptos, a fe mía. ¡Por favor!, ¡qué peste!).

–¿O es que nunca has oído hablar de la calabaza maloliente?

–La verdad es que no –le respondí, ya a punto de vomitar.

Tuve que salir corriendo. A medida que me alejaba del refugio, fui notando mi ropa de nuevo más pesada, a merced de la persistente lluvia, aunque, con la distancia, se fue perdiendo la ronca voz de la calabaza:

–¡Noooooo! No te vayas, por favor. No hay nada que temer…

Pero ni la lluvia ni la distancia lograron arrancarme aquel hedor que embadurnaba mis fosas nasales desde que tuve la mala fortuna de guarecerme en aquel refugio de mala muerte. Luego no era temor. De hecho, tampoco salí corriendo. Gracias a lo cual, pude orientarme algo mejor de como lo había hecho hasta entonces y, entre relámpago y relámpago, di por fin con una pequeña edificación.

Golpeé el portón con la aldaba. Nada. Repetí una y otra vez. Nada. Supuse que no me oían, pues salía luz a través de los vidrios translúcidos de las ventanas y se adivinaban sombras entre murmullos. Miré hacia arriba esperando ver algún cartel sobre la puerta. De no haberlo, pensé que no sería esa la posada que andaba buscando. No obstante, la noche ya era gélida y yo necesitaba lavarme la cara con jabón. O, cuando menos, la nariz; necesitaba entrar como fuera.

Me dispuse a dar una vuelta de reconocimiento alrededor del edificio. Estaba a punto de completar el rodeo, cuando sentí que el cuerpo empezaba a caer al vacío… apenas en un segundo. Me repuse del batacazo como pude, frotándome la cadera y las costillas, que fueron las partes más perjudicadas en mi colisión contra un baúl de caoba. Al incorporarme, advertí que no estaba solo. No vi ni oí a nadie. El maldito hedor de la calabaza me impedía olfatear nada más, pero intuía que no estaba solo –no sabría explicarlo… ¿Alguna vez habéis sentido algo parecido?–. Entonces, como salida del mismísimo infierno, una figura luminiscente se abalanzó sobre mí.

Debí haberlo sospechado. Tal vez debí haber indagado antes sobre las creencias populares de aquellas tierras. Pero el caso es que no lo hice. Y por aquella pestilente calabaza no pude olerme la que se me venía encima y desde entonces vivo atrapado en un espectro vagando de cuerpo en cuerpo. Ahora que me habéis escuchado, sabed que el cuerpo que me lleva está a punto de descomponerse y que necesito un nuevo cuerpo. Por eso, si no hay ningún voluntario, yo mismo elegiré quién de vosotros habrá de servirme para poder perpetuarme y seguir dando a conocer mi historia. ¿Algún voluntario?