Los malvados, cuando se reúnen, constituyen una conspiración no una compañía.
Etienne de La Boetie
Nunca se ha hecho más dramática la influencia niveladora de la civilización tecnológica que con ocasión de las guerras o en el modo de gestionar problemáticas relacionadas con las epidemias o las catástrofes. Ciertamente, bastante antes de la máquina de vapor, en Florencia, las clases dirigentes habían impuesto, durante el siglo XIV, fuertes controles (cuarentenas) sobre la movilidad de la población con el fin de preservar sus propiedades durante los frecuentes y mortíferos episodios de peste bubónica.
Sheldon Watts, en su libro Epidemias y poder, expone claramente cómo humanistas, juristas y “magistrados de la salud” dieron origen a una batería de concepciones que permitían trastornar, mediante intervenciones autoritarias, los modos de vida de la gente común. Estábamos aún a siglos de concebir la teoría de los microorganismos como origen de numerosas enfermedades contagiosas. Recordemos que hasta bastante avanzado el siglo XIX los médicos en la civilización occidental carecían de prestigio y eran sustancialmente temidos. Eran otros tiempos, seguramente más lúcidos que los nuestros.
Modificar a su antojo la vida de la gente mediante guerras y reglas no era tan sencillo como ahora, cuando la población ha devenido, fundamentalmente, ganado; ganado con cuota de género pero ganado. No obstante, antes del bozal solidario y antifascista, ya mugían, berreaban y llenaban todo de cagarrutas agregados bípedos variados. La Mujer, como animal-maquina idealizado, junto con la utopía, la ensoñación político-social preferida de los plutócratas de todas las épocas, en gran medida nos ha traído “esto”.
Una etapa decisiva para llegar “aquí” lo constituyeron la Revolución Francesa y su legado más característico, que no fue la guillotina sino la instauración de la leva militar. Los confinamientos de millones de personas —que hoy, en mayor o menor grado, se extienden por la superficie del planeta— carecen de precedente y tienen su origen en la China comunista del año 2020; se nos venden como un método no relacionado con la medicina para resolver problemáticas epidémicas, pero tienen un fuerte componente relacionado con la economía. China renunció a ellos en poco tiempo pero su red de propaganda los incentiva en los demás países, un episodio más de la “guerra fría” que con el gigante asiático dio comienzo en la etapa terminal de la presidencia de Obama.
La nivelación se ejerce violentamente desde el poder político y, como en el Imperio Romano tardío, trata de salvar los muebles de una mansión que se desmorona en pedazos. Los andamios en la actualidad se llaman “digitalización” y “robotización” pero no preservarán al edificio, mal concebido desde el principio, de desmoronarse como un castillo de arena. Ni vivimos en el mejor de los mundos, ni estamos camino de ello, a pesar de la locura inducida por “la covid”, siguiendo la regla de la proporción directa que hay entre la presión/atención mediática y el ascenso en la población de amplios coeficientes de indigencia mental colectiva. Un movimiento de distracción semiletrado como es el representado por la izquierda posmoderna, compañera de viaje subvencionada por financieros y grandes corporaciones tecnológicas, residenciado fundamentalmente en una universidad agonizante, no hará durar el infecto tinglado originado con el descubrimiento del Nuevo Mundo, la Reforma protestante, la Contrarreforma jesuítica y el consecuente asesinato de la cultura del Renacimiento, siquiera medio minuto más. La “movilización total” y la “utopía” son ya un escenario para lemmings, a pesar de los cada vez más numerosos y grises” maestros cantores” que las siguen celebrando desde la “comunicación”, la “educación” y la “cultura”.
Hasta la Gran Guerra, sin embargo, había dominado el optimismo en el entorno euroamericano, incluso en lugares de Extremo Oriente donde las nuevas élites habían incorporado con entusiasmo los “frutos del progreso”. Recordemos a los prometeicos que tras los dones del titán “humanista” vinieron los otros dones, los de Pandora. Las metáforas tienen más fuerza de lo que pensamos y si se articulan en mitos pueden perfectamente iluminar la oscuridad visible que nos rodea. De ahí el intento por gestionarlas y controlarlas por parte de muy distintos aspirantes al poder, más aún por aquellos que se sirven de la ceguera inducida a otros para mejor conseguir sus objetivos.
En Alemania han transitado sin problema de Goebbels a Habermas lo cual es uno de los mayores hándicap para la configuración de una Europa viable. En Estados Unidos, gobernados por momias, transitan ya desde hace años hacia el gobierno de las Inteligencias Artificiales mientras dividen a la población descarnadamente en grupos étnicos. Preliminares a una sociedad de castas genéticas.
Y es que, como señalaba Burckhardt, citado por Karl Löwith: «cada generación ha de recordar una y otra vez su propio pasado a no ser que desee olvidarlo y perder así el sentido de lo histórico y la sustancia de su propio existir»[1].
Las conmociones políticas del siglo XX, que recogieron, con creces, la cosecha política y técnica sembrada por la Revolución Francesa y antes-durante-y-después por la Revolución Industrial británica, han dado muestra de la ambivalencia inerradicable a la que conducen las interacciones humanas que tratan de conjurar inútilmente los perfectibilistas de todas las épocas. Pero la comunicación de masas y la educación general obligatoria, dos panaceas propuestas por la Ilustración como remedio para todo tipo de males, enmascararon durante mucho tiempo las torvas realidades que iban ocupando el escenario en todo tipo de tierras y países. Hoy, en la etapa de la Sanidad Universal, un espejismo especialmente dañino y grotesco, el Emperador está desnudo y queda poco espacio para el optimismo. La gran violación del alma humana sigue su curso acelerado.
La aplicación a los conflictos, entre otros entornos antropológicos, de la racionalidad técnica que no abarca sólo procedimientos concretos para resolver problemas materiales sino criterios de organización humana, también en el trabajo y en la vida cotidiana, propendieron no sólo a la generación de los totalitarismos, que no surgieron como a muchos les gusta predicar de deficiencias morales o culturales en determinados grupos humanos, sino de un componente fuertemente distópico, inevitable en sociedades o entornos sumidos en lo utópico, que se iba haciendo cada vez más patente en las naciones europeas gobernadas siguiendo los usos liberal-democráticos. Los marcianos de H.G. Wells eran un mero reflejo de él mismo y del circulo ideológico en el que se movía. Occidente, y con él el mundo entero, sigue danzando al son de muy viejas melodías.
Los hermosos días muertos, mas allá del recuerdo, siguen gobernando el destino humano desde hace más de 2500 años. Por favor: no sigan inspirándose en Pitágoras…
Está claro que el fuego aportó, con su influencia en el preparado de alimentos, una modificación duradera y decisiva en los seres humanos que lo adoptaron, pero también trajo consigo otras consecuencias entre las cuales la más evidente fueron sus usos bélicos (destrucción de ciudades y cosechas, fabricación de armas) o su utilización como persuasor eficaz, a través del dolor, para la reconducción de las conductas humanas. El canibalismo perdura, incluso se intensifica, entre quienes beben agua de sus propias heces o pretenden engañarse a sí mismos engullendo y forzando a otros a engullir, como parecen ser los designios de nuestros avispados gobernantes y de los emprendedores a quienes sirven, “carne sin dolor”. Nada más oscuro que la falsa transparencia que emite el brillo de las pantallas de los ordenadores sujetas a la “forma” Windows…
El cristianismo, una variante del judaísmo, religión esta última que ya entonces en el umbral del siglo I a.C. era irreconocible con relación a sus orígenes, introdujo en la sociedad Antigua, conforme se apartaba de sus fundamentos gnósticos, una concepción de la Historia en la cual el progreso lineal sustituía las viejas ideas sobre la realidad configuradas en torno a la idea de retorno. El retorno cíclico.
Los “gatopardo” tomaban ya el timón y aún no lo han soltado. Del Concilio de Nicea a la emergencia de la genética; más o menos casi dos milenios.
Las vacunas que no son tales y la “salvación del planeta” —hay que ser bobo para creer estas estupideces— abren el camino a un nuevo tipo de dominación que exige, dado el mastuerzo materialismo de nuestros decisores, una nivelación casi definitiva. La “fraternidad” con los animales y plantas, el enjaulamiento general en grandes megalópolis y la devastación del mundo interior humano mediante ensueños programados articulados en torno un imaginario virtual elaborado por idiotas irremediables, la mayor parte de los actuales creadores de contenidos lo son, permiten prever un futuro de semibestias gobernadas por algunos inmortales de pega flotando en ciudades aéreas. Estupor inducido y “humanidad” fetal generalizados, provocadas para mejor caer en espiral hacia el corazón de la materia. No otra cosa es el Gran Reinicio.
Sustituir la religión por la técnica mediante una política bastarda, posibilitada por el uso de métodos de manipulación de masas gestionados por gente de la talla intelectual y moral de aquellos a quienes llamamos “periodistas”, permite acceder a los peores elementos a la cúspide de la sociedad donde no pueden comportarse más que como deidades de pega. Marginar lo divino y enmendar lo cósmico es ya el designio expreso de una civilización occidental que vuelve a intentar, como hizo en Nicea, repetir infructuosamente viejos reestrenos de los cuales Atlantis, Jerusalén o Babel son los mejor recordados.
Estamos ya en esto y no saldremos de ello más que por la violencia; el optimismo no sólo es absurdo sino infame. La enemistad con lo tradicional, lo antiguo y lo invisible son parte decisiva en el aplanamiento general que vivimos como civilización; los componentes utópicos de los movimientos democráticos son especialmente destructivos. El Estado, como estamos viendo ya, no puede garantizar la seguridad y es enemigo declarado de la libertad y la pluralidad.
Dios no ha muerto aunque nadie sabía nada cierto ya sobre Él “cuando vivía”; todo se ha hecho, y continúa en ello, más pequeño pero no nos enteramos porque hemos entrado en “el modo planetario” donde todo es descenso al espacio… Ese no-lugar donde la Noche es vieja y fría y su latido es lento.
[1] Karl Löwith: El sentido de la Historia (1968).