Entrando en años, apartándote poco a poco de la humanidad, sin que gente como Ariane Labed, Kim Min-Hee o Pilar López de Ayala quieran ya urdir nada contigo, una de las situaciones que aminoran el enfado por todo lo que podía haber sido y no ha sido (sin que Chejov tenga nada que ver en ello) es un voluntario aislamiento terapéutico. Pues bien: un relativo silencio es básico en ese buscado estado de nirvana. Y ahí es donde los puñeteros que tienen copado este mundo actúan desde todos los frentes para fastidiarte bien fastidiado.
Otro día le tocará a esos desaprensivos que más que comentar sueltan proclamas a grito pelado desde altavoces, alejando la posible curiosidad que uno pueda mostrar por acontecimiento deportivo o cualquier otro que congregue al aire libre o en un recinto a gente. Y otro a los molestos sonsonetes de diversos artilugios mecánicos, eléctricos o electrónicos. Hoy le toca turno a la cosa musical en vivo, a quien utiliza de forma criminal instrumentos de hacer lo que en principio debería ser música, es decir, el ruido más agradable para los oídos.
No digo yo que no vaya bien, de tanto en tanto, oír en un horrendo pasillo del metro a alguien que está tocando Le temps des cerises, pues te hace soportar el entorno, aunque por otra parte ese mismo entorno te corrobore ipso-facto que no estás precisamente gozando en un campo de cerezos en flor. Pero de ahí a soportar lo que Maruja Torres denominaba tanguicidas (ella aplicaba el calificativo a Julio Iglesias, que había perpetrado un disco de tangos por esa época), va un trecho más largo que el pasillo de metro visualizado antes.
Eso, por un lado, que por otro lado podemos hacer mención a esos estudiantes de instrumento musical que perforan hasta las paredes de tu casa. Un compañero del colegio me decía que a él lo que le gustaba era la batería, pero que en su casa le restringían el tiempo de ensayo. Yo le ponía cara de apoyo moral ante su aflicción, pero por dentro me ponía en el lugar de sus vecinos. No obstante hay algo —lo digo por experiencia— peor: ¡los alumnos de violín! Las músicas que interpretaba Sarasate solían ser de natural lastimeras, pero era Sarasate. Imagínese lo que es un par de horas semanales siendo vecino de un niño que no ha llegado ni al primer nivel de formación, hiriendo con el arco una y otra vez la cuerda de su violín. En un primer momento llegué a creer que alguien estaba torturando machaconamente a un gato.
Hay otros entornos en tu ciudad, saliendo de casa, emergiendo del subterráneo (que llaman los anglosajones al metro), que debieran estar preservados de ruidos molestos: estoy hablando de la calle donde pasear, o del parque urbano en el que reposar, ambas actividades que cubren limpiamente el tiempo del que disponemos los jubilados. Pues parece que cada vez hay más gente dispuesta a utilizar instrumentos de música para dar la matraca en esos lugares. Acompañan siempre manifestaciones públicas de protesta que, siendo de protesta, pues se entiende. Pero es que hay además niños que, obsequiados por sus padres con una chiflita de plástico, andan por ahí experimentando, la mar de contentos, cómo el aparatito en cuestión eleva su potencia expresiva. Vamos, que no dejan de exhalar a pleno pulmón aire contaminado (acústicamente) por ahí, causando sus buenos dolores de cabeza.
Mi abuelo, natural de Jerez de la Frontera, recuerdo que tenía claro el remedio a esta plaga. Se dirigía al que ocasionaba el estropicio, poniendo cara de pocos amigos, para resultar más convincente, y le soltaba un persuasivo: «Niño: ¿Por qué no le pones un poquito de mierda al pitito?»
Por pocas luces que tuviera el interfecto, yo diría que llegaba a entender perfectamente el resultado que tendría la aplicación de ese elemento en la chiflita, y lo que en realidad quería decirle, con hábiles argumentos, ese señor de aspecto alterado, sin asomo de indulgencia. Porque veía como todos bajaban siempre la cabeza, pensativos y ciertamente apesadumbrados, e iniciaban una nada honrosa retirada.
Otro día, más: ¡se van a enterar!