La Navidad es para mí un evocador envoltorio que lanza destellos. No me atrae la almendra, en forma de marquesita-magdalena, de mazapán con fécula de relleno, de torta-muro de carga, o en forma de turrón de Xixona: no. Lo que es mi cebo y reclamo son los papelillos plateados, dorados, metalizados y crujientes que envuelven aquellas delicias almendradas.
Y no me conducen al trance de la memoria más antigua los villancicos por ser música excelsa sino por contener, empedradas, frases arcanas que, en su día, grabé en mi surreal materia gris de la infancia.
¿Qué serán los pampanitos verdes?: ni idea, pero siempre que lo oiga me imaginaré fragante ralladura de limones amarillos con sabor a dulces navideños.
¿Qué me aporta la frase «campana sobre campana» en relación con el uso de las preposiciones que estoy aprendiendo, como infante, en segundo de EGB?: nada, pero me resonará siempre como superposición maravillosa, como racimo preñado, como exageración de sonidos empalagosos, retumbantes, prometedoras imágenes mentales de campanas de chocolate envueltas en papel de plata con motivos navideños.
Y el peine de plata fina de la Virgen María, ¿por qué me lo imagino de oro?
La Navidad y su exquisita parafernalia desata en mí innumerables bucles sensitivos, alteraciones en los niveles de cortisol en sangre y taquicardias saltarinas no causadas por mi devoción por el café cargado.
Palpito e hiperventilo, se me dilatan las pupilas, tengo epifanías sonoras y, más que caminar, voy dando saltitos siguiendo el ritmo de un invisible tamborilero, de unas inefables jingles bells, de unas felices Navidades, en vena, que se avecinan. Seguiré contando.