Nando o taconeo en la plaza

Retales

Nando acostumbra a sentarse en uno de los veladores de la plaza mayor de su pueblo al filo del mediodía para deleitarse con un vermú o un vinito.

Allí se juntan unos cuantos ya con cierta edad y comparten sus manías, sus ideas, sus cuchicheos. Y el ir y venir de la gente que atraviesa la plaza. A veces se entretienen en adivinar a dónde van o de dónde vienen. No les resulta difícil; en un pueblo pequeño se conocen casi todos.

La plaza, como casi todas las plazas mayores de antes, luce a su alrededor sus pórticos. La del pueblo de Nando no es muy grande; sólo alberga en cada uno de los cuatro costados unos cinco arcos. Plaza pequeña acorde con el tamaño del pueblo.

En verano los veladores se agolpan bajo los porches para protegerse del calor y de ese sol que quema.

Hoy los veladores están situados entre debajo del porche y el sol. Acaba la primavera, pero ya luce el sol tórrido de verano. Patricio, que se las da de predecir el tiempo, dice que lloverá. Sus contertulios se ríen solo con mirar la esfera de sol que cae impenitente sobre la plaza.

De pronto una figura limpia, femenina, ataviada con una falda al vuelo entra en la plaza. Nando dirige la mirada hacia la muchacha. Es Maica, la del Eladio, la menor de sus hijas, de pelo muy negro y de ojos oscuros, brillantes como el azabache.

Ésta escudriña cada lado del cuadrado, geométricamente perfecto que deja en el centro un círculo inscrito, buscando un abrigo bajo pámpanas rojas, pero en la plaza tan solo queda una circunferencia de cemento gris, duro, turbio, sucio…Y de tanta luz como hay, instintivamente, entorna los párpados para que no la hiera.

Y así, con los ojos entrecerrados, arranca un taconeo acompasado con esa rabia joven que suena sobre el cemento gris. La música resuena en todas las paredes, se abren las ventanas… Y esa lluvia que Patricio ha anunciado tan solo hace una media hora, aparece de pronto.

Maica alza la cara al cielo; la lluvia se desliza sobre su rostro, se detiene silente sobre sus finos párpados, todavía entreabiertos, y como perla quieta, deja en sus pestañas una gota de luz transparente. Y su alma rebelde, a pesar de la lluvia, esa alma gitana arranca bajo el agua en largo taconeo en medio de la plaza.

No hay velador que no la esté mirando. Pero ella está ausente.

Cimbrea su cintura, se alarga hasta la cima y su espalda se torna contoneo y respiro.

Se arrebata la falda en un ir hacia arriba, en un caer abajo… Su pelo enmarañado le cubre media cara… Y un grito contenido llena toda la plaza.

Llega un batir de palmas desde los veladores que le hace abrir los párpados.

Sonríe y se detiene. Y se va de la plaza con otro taconeo de ritmo y tesitura que sorprende, arrancando de nuevo otro batir de palmas, esta vez con el ritmo de ese taconeo que se aleja por una de las bocacalles.


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