Nada sería igual si aquel nueve de noviembre de dos mil siete mi buen amigo Alberto no hubiera firmado el maldito contrato. Nada sería igual si lo hubiera firmado. Nada sería igual de todos modos; pueden suponer cualquier hecho, que las consecuencias serían las que fueren: “si el hombre no hubiera pisado la Luna”, “si los dinosaurios estuvieran aún entre nosotros”, lo que se les antoje.
(Me chivan que los dinosaurios están aún entre nosotros).
¿Han pensado alguna vez en la reacción que se desencadena al pasear pisando o levantando unas hojas caídas en otoño? No, claro, porque es posible que vayan caminando con las manos en los bolsillos, contemplando el infinito que se cierne en el horizonte del pavimento encharcado. Pues bien, mientras se dejan llevar en esa marcha automatizada, mientras sus pensamientos están con las consecuencias de aquel abyecto contrato de esclavitud que firmó su amigo Alberto hace nueve años, algo está sucediendo en el incipiente humus bajo las hojas de castaños, álamos y almeces.
(Me corrigen: el horizonte no es infinito).
Siempre es de esperar que el futuro nos depare algo mejor que el presente, sea como sea el presente y pase lo que pase al doblar la esquina. Tanto si aparece el amor de sus vidas como si cruza un camión de reparto y les salpica de arriba abajo. Poco más o menos como le sucedió a Alberto un par de días antes de firmar el contrato en aquel aciago viernes de noviembre. Tenía dos opciones: firmar o no firmar. Firmó. Su exultante ánimo se iba atenuando según iba leyendo las cláusulas. Hasta que, cuando llegó a los derechos de propiedad intelectual, vaciló, comenzó a sudar y se tomó unos segundos recostándose en el respaldo de la silla. Sopesó cuanto pudo en ese breve lapso. Tanto, que llegó a colocar la roca esférica en la cúspide. Desgraciadamente, cayó por la ladera de la peor decisión. Y ya les digo que sigue siendo aquel Coyote burlado constantemente por un Correcaminos voraz.
(Al parecer, el Correcaminos tenía poco de voraz).
Debe de ser terrible bullir de ideas ingeniosas que debes reprimir constantemente. Alberto es consciente de que no puede cambiar el mundo, pero a veces me cuenta algunas de las mejoras que introduciría en la empresa y me echo las manos a la cabeza: «No me puedo creer que no se lo cuentes a tus jefes». «¡Ni borracho! Ni te imaginas cómo me sentí con aquel proyecto de logística. Ninguneado es poco». Francamente, no acabo de entenderle; no tiene hijos ni hipoteca, su pareja le apoya en todo lo que se propone, aún es joven y estoy convencido de que sería bueno en lo que se propusiera.
(Alberto me dice que con cuarenta años dónde va, que de joven, nada).
«Mira, Alberto: trato de ayudarte. Solo estoy consultando en la Red. Si te parece mal, me lo dices claramente, que así no hay manera; ni contigo ni sin ti. Espérate a ver qué comenta la gente sobre esto. A ver, déjame entrar en los detalles: trabajas como desarrollador de software en una multinacional de alimentación, te consideras experto en gestión de procesos y tus jefes te tienen en buena estima; sin embargo, no te sientes realizado porque querrías desarrollar al máximo tu creatividad. ¿Es así?».
Es nueve de noviembre de dos mil dieciséis, Donald Trump será elegido Presidente de los Estados Unidos de América. Para cuando lean esto, confío en que Alberto haya dado algún paso. Si no es así, solo espero que Trump haya dejado que las cosas sigan cambiando de todas formas. Porque, de todas formas, nada será igual.
(Ahora Alberto me salta con que el sueño americano es una monserga).
Antes de que dejen cualquier comentario, les expresaré mi parecer: si uno sueña con desvincularse de una organización (léase empresa, pareja, etcétera) para volar libremente, que lo haga, pero que no pida ayuda a los amigos, que los amigos estamos para otras cosas.
(Alberto asiente con la cabeza).