
Ya es más de medianoche, solo se oye el viento levantando las hojas hacia el cielo y apetece refugiarse en casa junto a la lumbre.
Vas a contarme algo mientras tomamos la última copa, pero al instante desistes. En realidad no importa demasiado eso que me ibas a contar, o tal vez es contar lo que ha dejado de interesarte.
Aun así, me susurras una palabra al oído: nada. Tu voz es frágil, a duras penas logro entenderte, dices que esa maldita palabra recorre cada noche como un fantasma todos los rincones de la ciudad.
La gente duerme atemorizada porque la palabra penetra en sus casas de madrugada y se cuela entre las sábanas de quienes las habitan. Este lunes, perforó un trocito de tu corazón y fue al levantarte cuando percibiste el huequecillo que te dejó.
No sabías qué hacer con ese vacío, temías que por ahí se perdieran tus latidos más preciosos, esos que un día te hicieron feliz. Te desespera que los huecos de tu corazón sigan creciendo, sabes que es así porque hay emociones que ya no logras sentir.
De nada sirve cerrar cada noche las contraventanas, ni protegerse bajo el edredón. La palabra no ceja, como una pantera se desliza en silencio, acaba penetrando dentro de ti y agujerea tu alma en lo más profundo.
Ya no eres más que un hueco, y en ese hueco desaparece todo.
Imagen de Marcus Wallander