Notaba un pinchacito en el talón de Aquiles. Poca cosa. Pero al bajar las escaleras de la delegación de Hacienda, la presión aumentó. Supuse que una piedrecita de arena se había acomodado entre el calcetín y el talón del zapato. Recorrí una manzana sacudiendo el pie cada dos o tres pasos, a ver si así lograba crear un hueco para que cayera la piedrecita al espacio entre la suela del zapato y la planta del pie. No hubo manera. Me detuve dispuesto a atajar el problema de raíz, y no pude descalzarme; apareció la cuñada de mi amigo Víctor, el que vende baterías de litio, Susana… ¿Susana? No, esa era su hermana, la pareja de Víctor. El caso es que la cuñada de mi amigo Víctor empezó a contarme sobre esto y aquello y lo de más allá, mientras el granito de arena iba haciéndose montaña en lo más profundo de mi ser. Hasta que, en medio de la perorata y tras un baile nervioso del pie, el homúnculo decidió, por fin, descender al averno de la planta baja. Ahí, cómodamente alojado bajo la bóveda plantar, se las ingenió para recorrer los centímetros necesarios hasta acomodarse entre el hallux y el segundo. Tal vez advirtiendo mi gesto de contrariedad, mi interlocutora (más bien, mi gaceta) optó por despedirse para continuar divulgando su parte informativo (supuse). El granito seguía haciendo de las suyas, viajando de los dedos al centro de la planta y viceversa, hasta probar todos los espacios interdigitales. Y, por lo que sea, le pareció el más confortable el espacio entre el cuarto dedo y el meñique. Ya no hubo forma de sacarlo de allí sin descalzarme.
Y al descalzarme, ya en el vestuario de la piscina climatizada del barrio, al fin lo vi: un miserable pedazo de sílice.
Tomé el grano en mi mano y me calcé las chanclas mientras buscaba la papelera con la mirada. No la veía. Me asomé al pasillo y seguí sin encontrarla. Así que, decidí desvestirme y ponerme el bañador, a ver si, por un casual, hallaba una dichosa papelera en el recinto de baño. Nada. Siempre considerado con mi entorno, no me resigné a dejar caer el grano de arena para que lo pisara cualquier bañista, al fin y al cabo, un conciudadano o una conciudadana sin ninguna culpa de mi desdicha. De modo, que, mientras me duchaba, decidí alojar la chinita en mi bañador, confiando en que tampoco se deslizara al fondo del vaso de natación.
En los primeros diez largos, apenas sentí al pequeño pasajero mineral. Y el propio hecho de pensar en ello me mantuvo entretenido… Hasta el punto de que, bien pensado, tampoco supe si había nadado diez, doce o catorce largos cuando comencé a percibir una leve punzada en la salida del sistema digestivo. Le resté importancia y, finalmente, la molestia desapareció sin más.
De regreso al vestuario, comencé a preguntarme qué habría sido de aquel minúsculo compañero de viaje. Porque tampoco me parecía apropiado dedicarme a la búsqueda subacuática de un grano de arena, por muy concienciado que yo estuviera con mi entorno. Como cualquier lector aficionado a la natación sabe, entra un apetito terrible tras la práctica de este completo deporte. Así, al llegar a casa, me reconforté con una opípara cena, y el consiguiente reflejo gastrocólico, más propio de un bebé, pero nada impropio de mis hábitos saludables. Por supuesto que, si no buceé en la piscina buscando el granito de arena, tampoco iba a «bucear» por el inodoro.
Eso es todo lo que quería contarles; espero no haberme andado demasiado por las ramas y haber ido al grano.