Miguel Pselo, orador, polígrafo y cortesano intrigante

Casa de citas

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Miguel Pselo (1018-1078) no se llamaba Miguel, sino Constantino, y tampoco se apellidaba Pselo ya que, más que un patronímico, Pselo era el mote que le adjudicaron sus compatriotas y que él adoptó como descripción de su defecto físico: el aire se le escapaba entre los labios al hablar, produciendo un seseo bastante notable[1]. Y eso a pesar de que, entre otras muchas cosas, Miguel Pselo destacó como orador.

Literato, erudito, burócrata y filósofo, Miguel Pselo aparece en el periodo brillante del pensamiento bizantino —que abarca desde los siglos V al XV— mientras que el Occidente latino, a consecuencia de la invasión de los bárbaros, declina con la Edad Media. En aquellos siglos, Bizancio fue la cuna de la civilización, influyendo sobre el mundo islámico y en la recuperación cultural de Occidente a través del Renacimiento. Miguel Pselo está ahí (siglo XI), cabalgando a hombros del Patriarca Focio (siglo IX), de los autores de las enciclopedias, antologías y léxicos del siglo X, del poeta Juan Mauropo de Eucaita —que le precedió en la cátedra universitaria de Constantinopla— y engarzado con el pensamiento de Proclo y de los cristianos estoicos Justino de Roma y Clemente de Alejandría.

Miguel Pselo era cristiano ortodoxo, pero también se interesó por la ciencia y la filosofía como elementos necesarios en la construcción del conocimiento. Dios, en el centro de la escena; la Naturaleza, aportando los recursos para explicar los fenómenos y el orden del mundo, producto de la creación divina. Su profunda religiosidad y su racionalidad filosófica no le impidieron aproximarse también a las ciencias ocultas y a los textos herméticos. Si bien trató de aparecer siempre como un seguidor de la doctrina de los Padres de la Iglesia, su afición por la cultura pagana fue evidente. Véase, por ejemplo, la siguiente afirmación en la oración fúnebre a su madre:

Sin embargo, como la vida que se me ha concedido no es un fin en sí misma, sino que está al servicio de los demás, para usarla como un vaso lleno hasta rebosar, por esta razón, me he aficionado a la cultura pagana, no sólo en el aspecto teórico, sino también en su historia y poesía.

Pero si traemos a Miguel Pselo hasta aquí no es por su condición de Cónsul de los Filósofos —título que le otorgaría el emperador Constantino IX—, ni por su obra religiosa, filosófica, sus poemas didácticos y erudición, sino por sus escritos historiográficos. Resulta que ha caído en nuestras manos su Cronografía —también llamada Vidas de los emperadores de Bizancio[2], donde nuestro autor relata los avatares del reinado (a menudo muy breve) de catorce emperadores bizantinos, desde Basilio II (976-1025) a Miguel VII Ducas (1071-1078).

Si cotejamos las fechas de nacimiento y muerte de Pselo con la de los reinados que narra en su libro caeremos en la cuenta de que nuestro autor fue contemporáneo de casi todos ellos. Y lo hizo desde una posición privilegiada. Ya en el reinado de Miguel V Calafate (1041-1042) encontramos a Pselo ejerciendo de secretario imperial que narra los acontecimientos desde Palacio. Los detalles sobre el reinado de los emperadores anteriores los obtuvo de testigos fidedignos. Los subsiguientes, de aquello que vio y vivió. De ahí que su Cronografía se considere también una obra autobiográfica.

A Pselo se le escapaba el aire por las comisuras de los labios, pero no se le escapó ninguna oportunidad para intrigar en la Corte y convertirse en un gestor poderoso que, a los veintisiete años —con Miguel IV— ya ejercía de juez (gobernador provincial) en al menos tres provincias bizantinas. En 1042 lo encontramos trabajando como secretario imperial de Miguel V, sucesor del anterior, un emperador tan breve que fue derrocado al año de su entronización, y al que Pselo describe en su libro como un redomado hipócrita, envidioso, desconfiado y cruel.

Miguel V no duró mucho en escena, pero Pselo supo permanecer en Palacio. Una vez derrocado, el poder recayó en manos de Zoé y su hermana Teodora, princesas macedonias. Inmediatamente Zoé cedió el mando a su marido, Constantino IX Monómaco, cuyo reinado duró algo más (1042-1055) y fue el que otorgó a Pselo la categoría de Senador y Cónsul de los Filósofos. Tanto admiraba el emperador la sabiduría de nuestro filósofo que, según cuenta el propio Pselo, lo sentaba en su trono para escuchar sus clases y tomaba nota de sus palabras como si fuera un nuevo Marco Aurelio. Durante estos años, Miguel Pselo se aproximó al pensamiento griego clásico y estudió con ahínco la filosofía neoplatónica y, también, la geometría, la astronomía y la música —y los oráculos caldeos, la magia y la alquimia— y escribió sin descanso sobre todo ello. Su obra es ingente y prodigiosa y alcanza la poesía, las cartas, los discursos, el tratado religioso y filosófico. A pesar de lo cual, Pselo no admitió nunca filiación alguna y se presenta a sí mismo como autodidacta.

El humor variable de Constantino IX obligó a nuestro orador a salir de Palacio repentinamente y tonsurarse como monje a finales de 1054, adoptando el nombre de Miguel, en lugar de Constantino, que era su nombre bautismal. Pero los emperadores bizantinos, lo hemos visto, duran poco y la vida monástica no satisfizo en absoluto a nuestro autor, así que en el 1055 ya lo tenemos de nuevo en Palacio como consejero de la emperatriz Teodora. Desde ahí hasta el final de su vida, Pselo participó en todas las intrigas posibles (conciliábulos, sublevaciones, vínculos, traiciones…) durante los reinados sucesivos de Miguel VI, Isaac I, Constantino X y la emperatriz Eudocia, con la que —según el eunuco Nicéforo— mantuvo una relación adúltera. Eudocia estaba casada con el general Romano Diógenes —que fue emperador durante tres años— y al que, con la ayuda de Pselo, traicionaron y torturaron sacándole los ojos hasta la muerte. Al respecto, un cínico Pselo, expresó en sus honras fúnebres no saber si lamentarse o envidiar el destino del emperador:

La confusión que me domina es completa, oh nobilísimo y admirable Diógenes, pues no sé si debería llorarte por ser el más desgraciado de todos los hombres, o admirarte por la gloria incomparable de tu martirio, ya que cuando contemplo las desgracias que te han sobrevenido y que superan cualquier cálculo posible, te incluyo entre las personas más infortunadas, pero cuando considero tu ánimo inocente y tu inclinación hacia el bien, es entre los mártires en donde te asigno un puesto.

Resoplando, resoplando, nuestro orador aún tuvo ocasión de participar en el reinado de Miguel VII Ducas, aunque fue perdiendo progresivamente peso político y tuvo que ceder a otros intelectuales los cargos e influencia que durante tantos años había detentado. No sabemos con exactitud cuándo murió Pselo, abandonado por todos, incluso por su familia. El también historiador Ataliates sitúa la muerte de Miguel Pselo en 1078 y le dedica unas frases poco encomiables: «Poco después exhaló su último suspiro el monje y desmesurado Miguel, que estuvo al frente de los asuntos de gobierno y cuya familia provenía de Nicomedia, hombre desagradable y orgulloso que a duras penas aprobaba la generosidad del emperador».

Para completar esta Casa de citas diremos que Miguel VII también fue derrocado tras una sublevación encabezada por Nicéforo III Botaniates, que fue coronado el mismo año en que murió Pselo. El historiador Ataliates consideró la muerte de Pselo como el presagio del fin de un ciclo político, un ciclo que apenas duró tres años. Botaniates fue derrocado en 1081 por Alejo Comneno, origen de la dinastía Comneno que, ¡por fin!, se mantuvo en el poder bizantino durante cien años.  


[1] En griego “psellós” es un adjetivo que se aplica a los que tienen una traba en el habla, aunque no a los tartamudos, como el bueno de Demóstenes o el famoso orador Isócrates, que era de complexión endeble y poquita voz. Miguel Pselo tomó a Demóstenes e Isócrates como referencia y trató de aproximarse a su oratoria, mientras se le escapaba el aire entre los labios al hablar.

[2] Miguel Pselo: Vidas de los emperadores de Bizancio. Gredos, 2005.