El arte descendió del púlpito al subsuelo. Los muros de mampostería pintados con figuras más o menos naïf eran las páginas pétreas, monolíticas, donde rebotaban los sermones y las amenazas.
Bajo las bóvedas de cañón, clérigos y labriegos buscaban una trascendencia extra-física, y allí sólo había piedra y vapores de incienso.
Fueron siglos oscuros. El hambre y la miseria se extendieron por los pueblos, y las ciudades fueron reducidas a pequeños villorrios. El arte cayó a un profundo abismo donde no había voluntad de arte (Kunstwollen).
Para expresar miedos, mensajes y sermones, los artistas románicos -o mejor dicho, los artesanos- pintaron martirologios y pantocrátores o esculpieron capiteles delirantes y desproporcionados. La forma se puso al servicio de los símbolos, y la Kunstwollen desapareció engullida por la superstición.
Románicos y góticos pintaron las toscas arquitecturas con retablos de colorines y decoraron los muros con maderas doradas, con arquetas repujadas y con vírgenes de cabezas grandes y rostros inexpresivos.
Sobre las superficies de los muros aparecieron, como si de calcomanías se tratara, un sinfín de ángeles y demonios, de figuras hieráticas, de representaciones de martirios y de santos de manos y caras planas. Porque planos eran la salmodia y el sermón medieval.
Desde el prerrománico hasta el gótico no encontramos más que el sometimiento de la forma a un símbolo y la servidumbre de la creación artística a un dogma.
Deducir conclusiones simbólicas y moralinas donde sólo debiera de existir la manifestación de la belleza o la comunicación estética, no es más que enmarañar los conceptos y llamar arte a lo que no lo es.
El embeleso y el papanatismo que hoy manifiestan algunos ante el románico y el gótico provienen sin duda del afán de buscar asunto donde no hay más que sermón. Actualmente el sermón embelesa a unos cuantos y confunde a muchos.
No quiero pensar ni decir que esta confusión está fomentada por quienes buscan una epopeya nacional entre los colorines.