Fotograma de Ossessione (1943), de Luchino Visconti, punto de arranque del neorrealismo italiano.
En mi pequeña aldea turolense nunca hubo sala de cine, pero los niños éramos Enzo Staiola buscando una bicicleta y el aire era Vittorio De Sica llevando a un pueblo aragonés la luz de Porta Portese.
La vida era neorrealista pero no lo sabíamos y nosotros, nadie, una esquila en la nieve.
Aquella infancia remota de mis catorce años yace ahora mordida como hogaza de olvido en la alacena de una casa caída: clausurada.
El campanario, abierto a la intemperie, imita a Gino Costa; la Virgen patronal, la de la Peña, abrazada a su cluse, se siente Giovanna Bragana. Se siente.
Las niñas, todas las niñas que entonces me hacían titilar, eran Sophia Loren.
Sophia y Gina Lollobrigida; Gina y Clara Calamai; Clara y Silvana Mangano: Silvia.
Y yo me creía Massimo Girotti. Massimo, aunque mi cuerpo fuese alambre de espino, temblor oxidado: puro deambular.
En mi pequeña aldea aragonesa nunca hubo sala de cine; en Barcelona, la ciudad que acuna y mece mi distrofia en sus aceras, sí las tiene.
La vida (a qué tanto viaje) sigue siendo neorrealista. Y no roba bicicletas por las calles de Roma, pero sí años: nacemos en un Edén y siempre, siempre, volvemos a Strómboli.
Somos Mario Sponzo nos guste o no nos guste. El hombre del faro.