Según el terrorífico adagio chino nadie es tan anciano como para no poder vivir un día más ni tan joven como para no poder morir mañana. El matiz metafísico, salvando la fermentada lucidez oriental, está en el orden que ocupan los adjetivos en la conciencia; en su alacena: el alma.
En esa frágil línea semántica no es lo mismo tener una «cierta edad» que una «edad cierta». Los primeros (de los diez a los cuarenta) no pueden morirse; los segundos (de los cuarenta y uno en adelante) sí pueden (podemos) pero siguen (seguimos) en la noria, gracias al regalo de no saber la fecha de su (nuestra) muerte. Entre ambos, los niños más pequeños (de los cero a los nueve) son definitivos, atemporales. Trigo encendido en mitad de la nieve.
María «la Grande» tenía, como yo, una edad cierta. Amiga de mi yaya, vecina de mis tíos, aleph de humanidad, el mote que la bendecía cifraba su tamaño humano y corporal, su nítida bondad, su radical nobleza.
Cuando ayer por la tarde, una llamada me relató su óbito, regresé taxativo al último encuentro que el azar me regaló en el Santo Cristo: la ermita de la carretera. Cuatro o cinco palabras que ahora reconstruyen su imagen, la levantan, recogen mis lágrimas, las aventan.
Nunca le confesé mi afecto porque vivimos en blanco, labrando bancales de amnesia y rutina para una cosecha de calma y mañana que en cualquier instante se puede apedrear. La cosa es que le tenía aprecio por lo feliz que era mi yaya cuando coincidía con ella y se ponían a hablar. Ninguna de las dos está ahora o lo estarán siempre: las personas que han arado el corazón de la memoria, abandonan el mundo pero nunca se van.
Nunca. Consolador adverbio.
Aguilar del Alfambra sí puede irse, de hecho se está (en un sentido) yendo. Porque no está María, tampoco el tío Gregorio, tampoco mi tía Gloria: los tres últimos silencios. A ritmo de clepsidra se vacía mi cabeza y se llena de nichos la pared del cementerio.
En la ciudad, los humanos ocupamos un tránsito y ese hilo umbilical entre dos nadas extrañas tiene entidad de eco; en las calles aldeanas de los pueblos de Teruel, las personas pesamos, ocupamos un espacio, un ahora y un tiempo.
La fuga de María adentrará al barrio alto en una botella de rara orfandad, como un miniaturista de los que graban nombres en un grano de arroz, de sémola, de amor percutido, su marcha inesperada grabará el suyo en nuestra soledad.
Los que tenemos una edad cierta lloraremos al recordarla, también los que tengan una cierta edad. Y los niños pequeños nos darán esperanza. Y no sé qué decir. Mejor será callar.