Cuentan que María Zambrano tenía una máquina de escribir mecánica, que hacía mucho ruido. Cada vez que la filósofa tecleaba, las palabras saltaban de sus dedos a la vida, con aire de claqué y tinta de tacón.
Una mañana, una amistad «siniestra» quiso amansar el ictus del silencio al teclado y le ofreció otra máquina. Moderna, grácil, eléctrica; discreta y callada.
La buena veleña quiso hacer aprecio del invento, introdujo un folio, encendió la pipa, llamó a las ideas, reunió a las palabras. Miró las letras, apoyó las yemas, se encaramó al tiempo y… nada.
Aquel artefacto infecto acallaba la música, hidrológica y fértil, de la escritura válida.
Escribir es inútil cuando uno escribe y no hay, bajo lo escrito, pulpa de pentagrama; espasmos circadianos que reduzcan la vida al fluir de la lava.
María Zambrano pronto, muy pronto, recuperó la máquina antigua. Y la tornó panal y con el tiempo, cera.
Con ella pegó, en la espalda «icariana» de la prosa filosófica, las alas «dedalianas» de la poesía: su poética.
No las derritió el Sol, gracias al jaleo de su viejo teclado. A menudo el silencio es solo silencio. Y la vida, vida. Y el teatro, teatro.
Las máquinas de escribir mecánicas eran fonendoscopios en manos de un descalabro; el escritor, un espeleólogo dentro del abismo humano.
Escribir era aunar el tictac de la máquina y la negrura del averno.
La luz, las palabras. Esas que doña María cuidaba tan bien. «Son la luz de la sangre», nos decía.
Anteayer sufrí una transfusión sanguínea; la aguja, dentro del brazo, se me antojó el teclado de María Zambrano.
Por eso no lloré.