
Es la persona más cotilla que he conocido nunca en mi vida. Margarita Infante de la Mora es la viuda que vive en el segundo cuarta. No sé por qué es el segundo cuarta cuando cada planta de este edificio solo cuenta con dos puertas, con dos únicas viviendas. Podrían decir izquierda y derecha, o primero y segundo, o como más le guste a quien haya definido la estructura de este bloque. Pero cuarta… ¡Si ni siquiera hay tercera! Tranquilidad… y volvamos a Margarita.
Ella exige, sí, exige, que le pongamos el doña delante del nombre, pero como todos conocemos más o menos la forma de ser de esta señora, ridiculizamos su postura tan señorial y, siempre que hablamos de ella, la llamamos Marga, así, a secas, sin miramientos ni delicadezas, incluso cuando nos dirigimos directamente a ella, tratándola de tú y no de usted. Es evidente que esto incrementa sus niveles de enfado permanente con la humanidad, en particular, con sus vecinos, con nuestra comunidad. No es algo que hayamos acordado en el vecindario. Parece que ha surgido tácitamente sin que nadie lo haya comentado con nadie. Está claro que esta señora merece nuestra espontánea indiferencia por sus ínfulas de abolengo.
Margarita es una persona que no sabe vivir con gente cerca de ella y creo que todos estaríamos mejor, incluso ella, si viviera aislada y sola. Sin embargo, sospecho que no sabe o no puede vivir sin gente alrededor, cercana, próxima, conocida… sin quienes su indignación permanente no tendría sentido.
Sin nosotros no podría calibrar sus baremos éticos y morales para poder seguir abriendo su huidiza boca y soltar sus envenenados improperios. Siempre pone de ejemplo a seguir a quien no conoce, a quienes ha descubierto en la televisión (sin entender, ver o escuchar, realmente). Siempre alaba a los de fuera para compararlos con nosotros, con sus vecinos, en los que vierte una bilis apestosa llena de odio y de resentimiento, algo que nadie sabe qué puede haberlo provocado.
Es difícil saber qué le ha sucedido a Marga para acabar comportándose así con los que podríamos ser, si es que no lo somos de facto, su única familia en este mundo, un mundo que tanta amargura parece infundirle.
Creo que ningún vecino ha podido acceder en ningún momento a su casa y cuando ha tenido la obligación de abrirla para alguna reparación por goteras o rehabilitación del edificio, solo ha permitido entrar a los operarios y a nadie más, excluyendo, claro está, a cualquier persona cercana, incluso al presidente de la comunidad que podría calibrar la situación coyuntural.
Sabemos que su marido murió cuando, ya casados, ella era aún muy joven, casi una niña. Al quedarse viuda, se encerró en su casa con su cotorra, su pensión y sus jaculatorias y, desde entonces, ha ido haciéndose mayor, envejeciendo ásperamente sin conocer nada más allá de las cuatro paredes, el suelo y el techo de su casa.
Por cierto, no sé si tiene cotorra, si cobra pensión o si es creyente como para rezar. Pero sí me entristece su forma de vivir, mucho, la verdad, y no cejo en el empeño de saludarla para que, quizás algún día, responda con el afecto que creo que podríamos mostrarle todos. Incluso, diría yo, hasta el joven punki del primero cuarta, quien un día me confesó que tenía la intención de entrar a la fuerza en casa de Margarita para tratar de seducirla y probar lo que, según él, siempre deseó: un achuchón y un polvo. Lo malo es que sus pretensiones siempre chocan con una imposible planificación al no saber nunca en qué día le va a tocar vivir.
(Ilustración del autor. Dibujo sobre papel de caca de elefante)