Aquella noche se encontraba solo en la barra del bar al que solía acercarse cuando la soledad en casa se le hacía demasiado aplastante. La cerveza no conseguía refrescar su áspera garganta, aterida de angustia. Una sequedad que parecía una metáfora de la extraña situación emocional que estaba viviendo. Se sentía en un momento crítico, lleno de vacío y de incertidumbre ante lo que podría (o no) hacer vibrar de nuevo sus abotargadas emociones. Una sensación que le recordaba a la que solía sentir al cerrar un libro cuando lo acababa.
Hasta no hacía mucho, su vida había transcurrido rutinaria, seguramente demasiado apagada y monótona, entre la familia y los estudios y, más tarde, en el aburrido trabajo que desempeñaba y la escasa vida social que tenía. Nada de ello había provocado en él algo placentero, ni tan siquiera amable o cordial; pero tampoco conflictivo. En modo alguno su conformismo había supuesto ningún problema en su apática manera de enfrentarse al mundo y al hecho de vivirlo.
Los clientes que llegaban al bar ignoraban su presencia, ya que, para casi todos, se había convertido en un elemento más de la decoración del local. Quizás su excesiva presencia en ese lugar había provocado el efecto contrario al que pudo haber tenido en un principio, pues el motivo principal por el que se acercaba allí era tratar de entablar alguna relación que pudiera sacarle de su profunda abulia existencial, un término que, sin embargo, nunca se reconocería a sí mismo.
Sin saber muy bien cuáles eran las causas, llevaba un tiempo en el que su espíritu estaba aletargado, como dormido o hibernado. Antes era una persona moderadamente animosa dentro de sus propios esquemas de vida ordenada y recordaba que, incluso, de vez en cuando sonreía y se divertía con algunos conocidos. Nunca reconoció amigos muy cercanos, pero el trato que mantuvo con una docena larga de personas a lo largo de los años, sentaron las bases de su relación con la sociedad.
Hoy, como tantas otras noches en los últimos tiempos, estaba de nuevo con el pensamiento fundido, con su mirada congelada en algún lugar vacío del espacio y con una cerveza frente a sí. Sin ninguna expectativa siquiera de entablar una conversación con alguien, de cuando en cuando observaba indolente a las personas que llenaban el local. Sentía extraños sus movimientos, sus risas, sus contactos y las intimidades que descubría en ellos, lo que no hacía más que acentuar su sensación de desolación interior.
De forma inesperada, el camarero (que siempre había sentido una especial atracción hacia los personajes solitarios de la noche) le preguntó si quería otra cerveza y, mientras se la servía, trató de iniciar una conversación, con la música que sonaba como pretexto.
—¿Qué música?— dijo el hombre y, como un cepo que se descubre al pisarlo, algo saltó furiosamente en su mente.
En ese momento acababa de darse cuenta de que lo que oía por los altavoces no lo reconocía como música, a la que nunca fue muy aficionado, pero que antes podía escuchar. Ahora solo oía ruido. Un ruido de fondo que no era molesto ni agresivo, pero en el que no podía descubrir ninguna característica de la música, ni su armonía, ni el tiempo, ni el brillo, ni, en absoluto, su belleza y sus emociones.
Comenzó entonces a recordar sus últimas semanas y cómo en ellas había desaparecido fulminantemente la música de su cabeza.
Sintió que un temblor recorría su espina dorsal cuando, en un intenso esfuerzo de autoanálisis, se dijo a sí mismo que se había quedado sordo para la música.
El camarero le miraba temeroso.
«Sin la música algunos de entre nosotros morirían»
Butes, de Pascal Quignard