Efectivamente, justo lo que sospechan: es una faena que esa forma verbal sea la misma para el presente de indicativo de “saber” y para el imperativo de “ser”. Pero en este caso podrán suponer que mi madre ni es ni puede ser suajili. Luego estoy aludiendo a mi competencia lingüística en ese idioma africano. Espero que mi madre también lo interprete así. También me parece improbable, pero ya saben que una madre es capaz de cualquier cosa por un hijo.
¿Quién de ustedes no recuerda aquel primer día en que deseó que su madre no le acompañara al cumpleaños de un amigo? Carrasco cumplía once años. Era la primera vez que alguien de la pandilla lo celebraba en una hamburguesería. El Richard’s era lo más parecido a los bares de las pelis yanquis de los ochenta. No era un McDonald’s, pero servían hamburguesas y te daban mostaza y ketchup, aunque, a decir verdad, me gustaron menos que los filetes rusos de mamá. De camino a la celebración, mi madre iba supervisando hasta mis andares: que si no bajes los hombros, que a qué viene esa cara, que si vaya zapatillas me llevas… Por lo demás, hacía una estupenda tarde primaveral.
Llegar puntual ha sido la tónica general en mi vida, y aquella tarde llegué media hora antes (bueno, llegamos). Mamá decidió que entráramos en el Richard’s de todas formas. Al poco, supe que la persona que nos atendió era uno de los dueños: era el primer negro de carne y hueso que veía en mi vida; sonreía más que Louis Amstrong y le entendía su español tamizado en Arizona. Mi madre se encargó de ponernos al día: su mujer era militar americana en la base de Torrejón, llevaban año y medio viviendo por allí, él era profesor de Literatura en excedencia en la Universidad de Phoenix, amaba la gastronomía, la carne era cien por cien vacuna, de un carnicero de confianza,… Mamá solo sacudió la cabeza para desaprobar que las hamburguesas no contuvieran cerdo, que las hacía más jugosas. Mike le interrumpió el interrogatorio saludando a Carrasco y a su madre según pasaban al establecimiento. Yo ya le había felicitado por la mañana en el recreo, pero mamá no y le pareció una buena oportunidad para entablar una charla de esto y aquello con la madre de Carrasco. Afortunadamente, enseguida aparecieron Elisa, Quique, Cris, Marimar y los demás; la madre de Carrasco cruzó unas palabras con Mike y tiró de mi madre hacia fuera del local, donde esperaban un corrillo de madres y el padre de Laura. ¡Por fin estábamos solos!
Devoramos. Mientras, entre risas, fuimos discutiendo sobre el difícil arte de sujetar una hamburguesa sin desparramar su contenido. Por supuesto, no faltaron las batallitas que nos traíamos con los del Goñalóns, el cole rival. Siempre nos reímos del tratamiento que tenían los profes allí: don Antonio, doña Modesta; nosotros siempre les llamábamos por el nombre de pila; a Carrasco le llamábamos por su apellido para diferenciarlo del otro Miguel Ángel del grupo, Garrido. No es que no hubiera niños católicos entre nosotros —todos lo éramos, salvo Laura—, pero —digamos— éramos más descreídos (también nuestros profes). Parecía extraño sentirse transgresor con esa edad, y lo era, tal y como estábamos todos imbuidos del american way of life de ET y los Goonies. Pero al menos creíamos sentirnos liberados al hablar de Radio Futura, Siniestro Total y Barón Rojo mientras fuimos dejando atrás a Parchís y a Enrique y Ana. Unos críos al fin y al cabo. El regalo más guay parecía el ‘Green Beret’ —a veces nos juntábamos todos en casa de Carrasco, que era el único que tenía ordenador, el mítico Spectrum 48 K—. Laura fue la única que no compró regalo. Si todos éramos iguales en humildad económica, Carrasco y Laura eran los menos iguales; él por arriba, ella por abajo, pero muy por abajo. Su padre, viudo, llevaba años desempleado; iban tirando con la prestación y las chapuzas que encontraba. A todos nos había reparado algo. Era un tipo ingenioso y nadie se explicaba cómo no encontraba trabajo.
Laura no había comprado regalo; no le hizo falta. Cuando Carrasco lo desenvolvió, allí estaban: un magnífico par de walkies–talkies (cada vez que recuerdo el clamoroso “¡hala!” que soltamos todos, sonrío al pensar en la distancia que se abre entre las personas con los smartphones). «Los encontramos y mi padre los reparó. ¿Quieres que los probemos aquí?». Laura y Marimar fueron al baño y los demás asistimos con atención a aquel “pequeño paso para el hombre” que acontecía en torno a aquella mesa de la hamburguesería Richard’s. Durante unos segundos, la intensa comunicación con el baño de chicas se interrumpió por interferencias. En ese instante pasaba Mike, que se detuvo cuando empezó a oírse a alguien al otro lado que no eran Laura ni Marimar. A juzgar por la cara que ponía, aquello no le estaba haciendo gracia. Cuando se cortó la comunicación, salió disparado hacia la caja, regresó y nos conminó a irnos. No había anochecido aún cuando todos los presentes (todos los clientes, no solo nosotros) contemplábamos como echaba el cierre y salía fulgurante en su viejo Dodge. Fue entonces cuando tuve claro que debía aprender inglés.
El Richard’s jamás volvió a abrir. Con el paso de los años, hubo rumores de todo tipo: desde que habíamos interceptado un mensaje de la OTAN, hasta que Mike había sido descubierto como espía. Pero fue mucho más simple: su mujer estaba poniéndole los cuernos con el capitán. Naturalmente, debíamos haber caído; a Mike nunca más le vimos, pero ella sigue viviendo por aquí. Fue ella quien se lo contó a mi madre años después. Supongo que al poco de separarse de papá.
Madeleine, que así se llama la ex de Mike, es una dulce abuelita de apenas sesenta años que mete a mi madre en todos los saraos. Da igual: en invierno y en verano, para una timba de póquer o para un concierto de los Stones. Lo agradezco mucho porque, cada vez que viajo por negocios a Kenia, mamá me deja más tranquilo. Sobre todo cuando le insisto en que, además de inglés, sé suajili.