La sombra se espesaba en la habitación. El abrazo de la noche era inminente.
Lucas vivía en el segundo piso, justo por encima de las farolas. Le gustaba quedarse a oscuras poco a poco, sin hacer nada. Saboreando el momento dulce en el que el cerebro primitivo apaga la mente y agudiza los sentidos.
Había aprendido a sentir el infrarrojo, cercano, como los gatos. Y veía los fantasmas felinos moverse con suavidad gaseosa en el aire negro que le arropaba, protector.
Recordó haber dejado de fumar esa misma mañana, y encendió un cigarro.
El humo caliente le permitió interactuar con los espíritus, comunicarse, ouija. Así entabló amistad con O. Un ente amable, circular, tranquilo.
Jugaban a pasar uno a través del otro, a fundirse en una misma nube. A inhalarse y exhalarse. A esas cosas a las que juegan los espectros. Y se divertían, y reían, y soñaban.
Se besaron.
O se quedó en U, y Lucas volvió a Milwaukee, en su Wisconsin natal.