De lo que no se puede hablar, mejor escribir sobre ello…
Todos entendemos que lo “lovecraftiano” tiene relación directa con H. P. Lovecraft pero no es exactamente lo mismo que lo que escribía Lovecraft. Sus seguidores August Derleth o Robert Bloch, entre otros, auspiciaron diversas manifestaciones narrativas de ello. En lengua española tanto Perucho, como Llopis o como Alfredo Lara se han acercado al concepto de diversas maneras. El tiempo ha pasado y lo “lovecraftiano” mismo ha ido deviniendo arcaico, cuando no imposible. La madeja tejida por Nyarlathothep o Lemarchand, alegorías similares procedentes de escritores disímiles[1], ha tergiversado no solo los vectores básicos del espacio-tiempo (las categorías kantianas de inteligibilidad) sino también las gramáticas del gusto y los rasgos básicos definitorios del entorno que abarca el género fantástico. En nuestro infierno reina la transparencia pero las cosas nunca están del todo claras… Por descontado: sicofantes variados explican, y peor aún justifican, esto con el palabro “Posmodernidad”.
Lovecraft fue criticado, en su momento y después, por encabritados representantes de la buena conciencia literaria: Edmund Wilson (1895-1972) o Stephen King, por poner algunos ejemplos. El segundo es un aventador populista de lo siniestro sometido por conveniencia alimentaria al lecho de Procusto de la confusión mediática; el primero en cambio fue un representante, “selecto y consciente”, de lugares comunes en literatura y política tomados con esa asnal seriedad que el tiempo, afortunadamente, ha arrastrado casi definitivamente al olvido.
David Hernández de la Fuente en su excelente ensayo[2], más que bien publicado por Materia Oscura, cuenta cómo el Maestro de Providence sentía una especial inclinación hacia lo dionisíaco, hacia los ritos de comunión con otros mundos. El misticismo onírico de Lovecraft estaba, como muestra claramente el autor citado, vehiculado y vinculado a un conocimiento profundo de la mitología grecorromana. Pero me estoy apartando de lo que me traía aquí, los “lovecraftismos”. Cierto que la idea me había dado vueltas en la cabeza durante años pero cuando emergió a la luz fue en La Central, durante la presentación del libro de David hecha, mano a mano, con Alberto Ávila. Los “lovecraftismos”, como todo -ismo, tienen algo de falaz e imperfecto. Abarcan no sólo pastiches, más o menos afortunados, en los que Lovecraft o lo “lovecraftiano” se despliega; también se incluyen innumerables referencias gráficas que supuestamente homenajean o ilustran el universo del creador del cuento materialista de terror. Pero carentes, eso sí, como toda copia de la copia, de la menor conexión con lo sobrenatural literario o con el “horror cósmico”. Generalmente sugieren o provocan, como gran parte del arte contemporáneo presuntamente sesudo y selecto (expuesto en Galerías, en Arco o en Bienales varias) una profunda sensación de náusea por el manifiesto déficit formal y la irrelevancia cognitiva que muestran muchas de estas obras, haciendo surgir un profundo desprecio en el espectador cultivado al que no le convencen los impostados textos filosóficos o políticos que pretenden justificar o explicar las más repelentes sandeces; sandeces en las que el desequilibrio ideológico, la desvergüenza y la falta de dominio de los elementos más básicos de elaboración de la obra (de cualquier obra) reinan de manera indisputada.
Los “lovecraftismos” en su inmensa mayoría están aquejados de los mismos defectos que lo está gran parte del arte contemporáneo o los cuerpos de los habitantes de Insmouth o Dunwich: una inerradicable y autoindulgente deformidad de corte híbrido o mestizo a la que hay que dorar la píldora para que el pacto social que mantiene la comedia cultural, de naturaleza descarnadamente política, no se rompa. Empatizar con la basura estética o social es la “línea general”. Banalización, abyección e insensatez: una cucaracha con piel de mujer llamada Linda es hoy la activista feminista y musulmana (sic) más exitosa del país del otro lado del Atlántico. Los Antiguos sólo retornarán al universo humano como farsa; echaremos entonces de menos a Mari Carmen y a doña Rogelia, o al mismísimo José Luis Moreno, a los más anacrónicos ventrílocuos, mientras el telón de lo real se resquebraja y deja al desnudo lo que no tiene forma. Hordas, tiranos y bestias: esos son Sus poderes.
Ayer leía con gusto, de madrugada, un pastiche en el que lo “lovecraftiano” ya casi imposible devenía “lovecraftismo” (inevitable); era un material divertido y bien narrado así como, rara avis, bastante bien traducido, en el que hibridaban el género de espionaje, lo “lovecraftiano” y el mundo de los hackers. Me refiero a la novela escrita en el 2004 por el británico Charles Stross: El archivo de atrocidades publicada en una buena edición hace unos meses en castellano. No toda manifestación de “lovecraftismo” es un subproducto artístico, aunque suela serlo. Este, creo, no es el caso, aunque aún me queda terminarla. Pero el “horror cósmico” estaba ausente, no es factible cuando uno se toma en serio la cibernética, los ordenadores y su inmundo universo virtual digital o los videojuegos. La estética de lo abominable convertida en fórmula, la pulverización del imaginario lovecraftiano (y de muchos otros) por la acumulación heteróclita de variaciones digitalizadas o no. Entonces se cree que la conciencia puede ser vertida en un receptáculo metálico o en un maniquí ad hoc, como se propone ficticia y alegóricamente en El susurrador de las tinieblas, del mismo modo que pone su fe en santa Rita una beata siciliana del siglo XVIII. Y en esta Cosa, la ciencia-técnica y sus dudosas y patéticas promesas de “transhumanización”, creen ya de un modo u otro la mayor parte de los escritores “de género” y gran parte de la piara humana que habita en las grandes megalópolis. Es hora, no me cabe duda, de salir pitando con lo puesto hacia las montañas…
Los “lovecraftismos”, como podríamos decir pues para terminar, serían la imagen plural de lo «lovecraftiano» en la época terminal o “posthumana”. Definitiva quizás (deseamos lo contrario) por la difusión de un profuso e intenso cretinismo a través de los medios electrónicos de comunicación que no ha hecho más que empezar. Es la época de los conectados, o espectradores, donde reina urbi et orbi la perspectiva disgénica desde el horizonte-enjambre de los trepanados. Insurrección telúrica desesperada y feminoide mientras “castalios y fáusticos” tratan de salvar los muebles ante el Gran Pralaya.
Mientras cabalgo el tigre en el Metro una pantalla de la estación de Sol declama subliminalmente, en el andén repleto de cadáveres animados, que en China ha nacido el insecto más grande del mundo. Lo confronto en la Red y veo un insecto palo (Phryganistria Chinensis) de 64 centímetros de longitud), una de las criaturas más nobles y simpáticas del universo, que ha venido a la oscuridad visible en el Museo del Insecto de la ciudad de Chengdu: la Ciudad Tortuga. Nodens “el de la mano de plata” sigue trabajando; no estamos solos, aún se puede confiar.
Pero el cielo y la abyecta Ciudad/Pústula universal futura, en su momento arderán…
[1] Lovecraft y Clive Barker.
[2] Lovecraft (una mitología) editado por Materia Oscura (2017).