Lo primero que pensó fue que estaba en el infierno, pero el cielo era azul y estaba atravesado por nubes de humo impulsadas por el viento. Se levantó y se acercó al extremo abierto de la habitación desvencijada. Descubrió que se encontraba a una altura considerable, rodeado de edificios con las paredes reventadas. Todas las fachadas habían sido arrancadas y arrojadas a la calle, donde formaban una sucesión de montañas de cascotes, una especie de río de piedra congelado en las marañas del tiempo, que le habían arrastrado a ese lugar sin desearlo.
Estaba realizando un viaje programado en uno de los mundos exteriores de la Vía Láctea. Había elegido unas vacaciones en una escala temporal, en un cuerpo regido por las normas de la física clásica. Al fin y al cabo, la Tierra era el lugar donde se descubrían las emociones. Las posibilidades de conseguir ese viaje eran mayores que nunca, la población había crecido tanto que a diario nacían y morían centenares de miles de personas. Entrar y salir era muy fácil, pero las posibilidades de permanecer en ese mundo se reducían según el entorno elegido para nacer, y el periodo temporal para adquirir conciencia era muy largo, tenían que pasar años para empezar a disfrutar de la existencia.
Sin embargo, había una opción de viajes cortos en plena madurez que se podían adquirir con la garantía de conservar la memoria del individuo y un mínimo de conocimientos sobre el origen. Había que esperar a que un adulto muriera y su conciencia lo abandonara para entrar en su cuerpo y resucitar al cabo de pocos segundos, minutos tal vez, siempre que el cuerpo no estuviera demasiado dañado.
Más allá de la escala temporal propia del universo, se podía escoger cualquier periodo para manifestarse. Su primera opción fue un hombre de unos treinta años en Ugarit, en el siglo XII antes de Cristo, durante el ataque a su ciudad de los pueblos del mar. Esos bárbaros estaban arrasando las ciudades comerciales del Mediterráneo, una tras otra. Tenía la intención de apoderarse de la mente de un comerciante de estaño que exportaba ese material a la isla de Creta para fabricar bronce. Moría durante el ataque, pero no por una flecha enemiga, sino porque en el mismo instante se producía un terremoto y un cascote le golpeaba en la sien dejándolo inconsciente bajo las piedras de un muro derrumbado. Había decidido unirse a los pueblos del mar, al fin y al cabo su viaje iba a durar pocos días, durante los cuales se desplazarían hasta la costa de Egipto, donde atacarían unos cuantos pueblos, matarían, violarían y lo destrozarían todo por el simple placer de experimentar, hasta el inevitable choque con las fuerzas de Ramsés y la muerte definitiva de aquel envoltorio. Lo había visualizado y lo quería experimentar, era un hecho. Una vez muertos, los jugadores volverían a la casilla de partida. Casi todos los viajeros pedían volver. Poco a poco, las emociones y los sentimientos vividos se introducían en sus conciencias huecas y los hacían crecer. Así eran ellos, los pueblos de la eternidad.
Sin embargo, apenas acababa de despertar en Ugarit, en la costa oriental del Mediterráneo, y sentir el olor de la sal y las algas, la madera quemada y los gritos de los invasores, esas voces para las que había que tener oídos que llenaran el silencio de su existencia en la nada, esas palabras capaces de generar calmas o tempestades en el universo cerrado del cerebro, esa percepción de que la vida en un planeta es un bien efímero, la caricia del viento que recorre la piel como si fuera un insecto gigantesco atravesándote el cuerpo, se vio arrastrado de pronto hacia su lugar de origen, una materia oscura desde la que la realidad se percibe como una totalidad inmóvil en la que están contenidos todos los universos y sus historias completas, esféricas, sin principio ni fin.
Por el camino, le dijeron que había habido una superposición de identidades y que su petición había sido desviada hacia otra similar, tres mil doscientos años después, a una época para la que no se había preparado. Y ahí estaba, en el hueco de aquella habitación, en el seno de aquella gigantesca sucesión de colmenas de las que sus habitantes habían huido hacía tiempo.
Un avión cruzó el cielo con tanta rapidez que apenas pudo verlo, como si una mosca hubiera cruzado sobre el espacio de un vaso, solo que el ruido era atronador y las explosiones que siguieron no eran lo que esperaba encontrar en la civilización agraria que había elegido. Un individuo subido a una montaña de cascotes le gritaba en árabe desde la calle.
Aquella película no le gustaba. Estaba en el bando de los perdedores, no sabía cuánto tiempo iba a vivir ni en qué condiciones. Aspiró el aire lleno de humo, se imaginó como refugiado en Jordania, tal vez en Alemania, donde necesitaría años para aprender el idioma y prosperar. No conseguía recordar a ningún miembro de su familia que todavía estuviera vivo. No podía oler ni saborear otra cosa que no fuera el cemento pulverizado por las explosiones. En ese lugar, el campo era un desierto.
Esperó durante varias horas a que la realidad cambiara ante sus ojos, ante cualquiera de sus sentidos, pero solo llenaron el vacío algunos lamentos lejanos. En los huecos de las casas no había muebles, el papel pintado había ardido, una capa de polvo le daba al conjunto un aspecto uniforme y ceniciento.
Cuando el cielo adquirió el mismo color que las paredes que le rodeaban, decidió que aquel viaje había terminado y saltó al vacío para volver a la materia oscura y encararse (qué expresión tan humana) con el responsable de aquel cambio de viaje.