Los penúltimos días

Leído por ahí


Hay señales que lo advierten: se aproxima el caos, el apocalipsis. Que alguno de ustedes no sepa verlo, es un problema de perspectiva. No llueve lo que debería llover, el clima se comporta de manera extraña, los pájaros y las plantas, los insectos y los peces realizan actividades impropias, despistados por la inestabilidad de la naturaleza. Las abejas están en trance de desaparición. El mar está demasiado caliente. Apenas recordamos la última vez que nevó. Los conflictos fronterizos, religiosos, idiomáticos… crean inquietud entre la población. Los bancos quiebran; el dinero cada vez vale menos. En las tiendas se venden productos de no se sabe dónde y que antes eran inalcanzables fuera de temporada. Los tomates se pudren fuera de la nevera. Los osos polares no saben qué comer. Los trenes de cercanías no llegan a su hora y van sobrecargados. Las monjitas de La Inmaculada cierran sus colegios, aterradas por el comportamiento del alumnado. Muchos niños muestran síntomas TAC, TIC y TOC, sea eso lo que sea. En Japón la gente no folla. La deuda del Estado aumenta. Cada español debe 33.000 euros al Banco Central Europeo. Cada día llegan a nuestras costas docenas de cayucos cargados de inmigrantes que no sabemos dónde colocar. Los pisos se alquilan a precios prohibitivos. En las prisiones, los prisioneros se burlan de los funcionarios. Los médicos se quejan de su sueldo. Los narcotraficantes se mean en la Guardia Civil. Las guerras de Ucrania y Rusia, y el conflicto árabe-israelí, amenazan con poner fin al orden mundial. ¿Orden? ¿Qué orden? En China están ensayando la revolución capitalista. La atmósfera de los países del tercer mundo está sucia, sus playas y sus vidas políticas apestan.

¿Quiere alguien hablar de Sudamérica, de los países sometidos al populismo derechista, al populismo izquierdista, a sus dirigentes sin brújula, enriquecidos por la corrupción? ¿Alguien quiere hablar de los sobornos en el fútbol, en el Ministerio de Transportes, en el de Sanidad? ¿Alguien quiere hablar de la mafia, de la pederastia en la Iglesia, del cambio de sexo por capricho? Los bosques se queman, el cielo se hunde, el mundo se acaba. ¡Habrá que contárselo al rey! Todas estas transformaciones ahondan la perplejidad sobre lo que nos acontece, esto es, sobre nosotros y lo que nos rodea. Contemplamos aterrados —quien no se aterra es porque no quiere— cómo lo sólido deviene gaseoso (gas letal) y cómo nosotros, cada uno de nosotros, avanza ineluctablemente hacia su final, sin otra orientación que sus intuiciones. El Arte ya no es lo que era. La Verdad es relativa. La Ciencia, un negocio. Los medios de comunicación difunden aquello que interesa a quien manda. Hasta el croissant de la esquina tiene más grasa de la debida. Y mi flujo sanguíneo tiene la creatinina y la glucosa elevadas. Estamos, pues, experimentando los penúltimos días del mundo que conocimos y nadie nos ilumina sobre qué hacer con nuestros cuerpos, nuestros gustos, esperanzas, hábitos, tradiciones y formas de relación. No sabemos qué hacer con nosotros mismos ni con el mundo. No sabemos cómo tratar a los vivos ni a los muertos.

Abro con (cierta) ilusión el libro Penúltimos días. Mercancías, máquinas y hombres1, del filósofo y escritor Santiago Alba Rico, confiando que pueda encontrar en sus páginas el consuelo de una docena de certezas, o una guía factible para soportar mis penurias. Pero el libro de Santiago Alba no ofrece nada de eso. Resulta que el filósofo en cuestión (que antes fue guionista de aquel programa de televisión que todos añoramos y en el que salía la Bruja Avería) se limita a recoger en su libro algunos resultados del capitalismo liberal y algunas de sus consecuencias sobre nuestro estado de ánimo y nuestra visión del futuro. Por si fuera poco, el autor añade unas cuantas tazas al caldo en que nos estamos cociendo:

«¿Dónde ocurren las cosas? —se pregunta—. En todos los lugares del mundo, menos aquí, en todos los instantes futuros menos ahora; volcados en infinitos ramales sobre la Cosmópolis del acontecimiento ininterrumpido, lo único que nos sobra —cáscara muerta, desecho frío, obstáculo sin vida— es nuestro cuerpo, nuestra casa, nuestra calle, este interminable minuto que nos retiene en nuestras piernas».

¿Y entonces, qué podemos hacer? ¿Cómo superar este sinvivir? Una idea: podemos contemplar el horror ajeno y la muerte en la televisión, como si la cosa no fuera con nosotros.

«Mientras la muerte, fecundada por nuestras políticas económicas y guerreras, sigue campando a sus anchas, los occidentales nos acercamos a su borde sin arriesgar nada y compramos sus misterios —y la sombra de sus víctimas— con la alegría fanfarrona de ser siempre “los supervivientes”».

O quizá podemos lanzarnos directamente al apocalipsis: Que todo termine de una vez en un colosal big-crunch, como terminan las fiestas primitivas, rematando lo poco que queda en fusión amorosa. Todos juntos, unidos en la desgracia, «como una protesta mortal contra el ensimismamiento del consumo».


Moraleja


Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:

—Lea el libro de Alba Rico y descubra en cada uno de sus capítulos los antecedentes y consecuentes de lo que está pasando en esta sociedad de individuos desvinculados, descreídos y, supuestamente, soberanos, de la que usted forma parte.

—Si no lo entiende a la primera, vuelva a intentarlo. Lentamente, párrafo a párrafo. El libro de Santiago Alba Rico le está contando cosas a usted y a sus compañeros del Titanic que le ayudarán a tomar conciencia del hundimiento.

—Sin embrago, sepa usted que Santiago Alba Rico no se pone del todo apocalíptico y propone, veladamente, cambiar el mundo entre todos, ya que nuestra dependencia es recíproca y con algo de esfuerzo podríamos salvarnos de un final atroz.

¡Anda ya, Santiago! ¡Cuéntaselo a otro, que a mí ya no me timas!




[1] Santiago Alba Rico: Penúltimos días. Mercancías, máquinas y hombres. Sobre los efectos del capitalismo. Libros de la Catarata (Madrid, 2016).