Cuando vi que Aramis tenía dos lenguas decidí convertirlo en mi escudero. Aramis había adoptado nombre de mosquetero, pero solo porque era un viajero del tiempo y le gustaba ese periodo de afilados repertorios y cuerpos desangrados por un quítame allá esas pajas. Los mosqueteros del tiempo no estábamos atrapados en cuerpos que se degradan desde temprana edad, un día éramos bellas dulcineas y el otro, templados carniceros, para volver a ser, poco después, una bonita flor de loto con los ojos incrustados en el cielo. Pura poesía y banalidad para mostrar algo mucho más sangriento de lo que parece en realidad.
En Atalante, Aramis había adoptado la forma de un monstruoso sátiro con dos lenguas. Podía mostrar una a modo de camaleón y hablar con la otra como un perfecto manipulador; podía extraer las dos y emitir sonidos guturales, pero no podía decir nada con las dos lenguas en su interior. Como compensación, tenía una nariz ancha y pronunciada con la que respirar sin atragantarse, y dos ojos prominentes que se adelantaban hasta el tronco nasal en busca de una mejor y aterradora perspectiva de los otros.
Aramis tenía una gran inteligencia escondida en un soporte de conveniencia y me acompañaba como un perro guardián mientras yo me mostraba como la ninfa seductora, divinizada, que tenía que convencer a los habitantes de aquel mundo primario de que lucharan entre ellos para alcanzar la prosperidad.
Atalante era una especie de paraíso para los estándares humanos. Sus habitantes habían formado sociedades en perfecto equilibrio con los recursos naturales. Hacía un millón de años que no se producía ninguna evolución, habían dejado de comer carne hacía milenios, su energía procedía de fuentes naturales, compartían espacio con los animales, no competían entre ellos, no conocían fronteras ni distinciones y hablaban una única lengua sin escritura en la que predominaban las miradas y los gestos.
Nosotros teníamos una misión, hacer que aquel sistema oceánico convertido en un inmenso acuario cobrara vida. Había que crear divisiones, hacer que se desarrollaran distintas lenguas escritas para incrementar las diferencias entre las regiones separadas por accidentes naturales, proporcionar recursos lo bastante escasos para que no pudieran compartirse, fomentar la propiedad privada, enseñarles a construir herramientas capaces de crear riqueza, escuelas en las que se diseñara la historia a medida para construir naciones y afrentas. El desarrollo precisaba de conflictos y estos se fundamentaban en las diferencias, el combustible de la envidia y el acelerador de la codicia.
Aramis y yo veníamos de mundos diferentes dominados por avatares de nuestras respectivas especies. En la mía, al alcanzar la madurez, a los pocos días de incorporarnos a nuestros nuevos envoltorios, nos reuníamos en Placebo, un planeta en la era de los dinosaurios para copular entre las patas de los carnívoros y dejarnos devorar mientras nuestras mentes permanecían a salvo para el renacimiento en otro cuerpo, en otro mundo, con otros placeres y un solo trabajo: destruir y crear imperios en los miles de mundos habitados por seres inteligentes que se han detenido en los primeros estadios de la civilización.
Hace miles de años visitamos la Tierra, un planeta dominado por cazadores-recolectores de distintas especies que se mataban entre sí por la caza y el territorio en grupos demasiado pequeños. Les enseñamos a crear grupos más grandes, de modo que pudieran compartir experiencias que les sirvieran para dar pasos adelante. Les enseñamos agricultura y ganadería, y con ellas la propiedad privada y las relaciones comerciales. Eso bastó para que ellos solos desarrollaran las armas necesarias con las que destruirse. Nunca entendieron que eran todos iguales, pero tampoco supieron que podían llegar a ser inmortales hasta que no transcurrieron diez mil generaciones.
Ahora entienden la necesidad de impulsar las sociedades estancadas mediante crisis programadas. Se han lanzado a los confines del universo, como primerizos destructivos, en busca de planetas primigenios que reconducir a costa de masivos exterminios. Los pocos habitantes que sobreviven a su presencia lo hacen atemorizados por los abusos de aquellos que consideran dioses, hasta que ciertas entidades superiores a nosotros los obligan a sustituir la conciencia de una condena eterna por la posibilidad de un paraíso que permita el desarrollo de la filosofía y el conocimiento.
En realidad, el cuerpo de los seres humanos sin la convicción de la eternidad es como un pedazo de hielo, lo puedes chupar, morder o triturar sin que importe nada una vida humana, que no será verdaderamente humana hasta que no trascienda la idea de inmortalidad.
Una monstruosidad disfrazada de persona sabe que las mentiras son como la fuerza de la gravedad, que cuantas más se suman a su masa, mayor es la fuerza de atracción y más difícil resulta que los ingenuos escapen a ese agujero negro que se alimenta de conciencias sin criterio. Un mosquetero del tiempo también sabe que del pozo surgirá un mundo nuevo.