Los inconvenientes de la madrugación

Lengua de lagartija


Pobre Gregorio Samsa, cuando lo visité estaba, con la espalda contra el suelo, en aquel vetusto piso del centro de Praga. Todavía movía las patitas, pero una multitud de hormigas rojas se ensañaban con su vientre, arrancándole pedacitos de carne para llevárselos al hormiguero. Al fin pude oír su voz de coleóptero: «acaba conmigo, amigo, antes de que lo hagan estos malditos insectos». Estuve por decirle que ahora él también era un insecto, así mismo que la contigüidad de los vocablos «conmigo» y «amigo» generaban una monstruosa cacofonía, pero me limité a aplastarlo con la suela del zapato.

Cuando volví a la calle me detuve unos minutos ante el escaparate del establecimiento del señor Kafka padre. Un maniquí vestido con falda escocesa me guiño el ojo, entonces, de repente, sentí todo el peso de la vejez que se me había echado encima. «¡Maldita segunda ley de la termodinámica! —murmuré—. ¡Maldita sea la entropía y la madre que la parió!».

Lo cierto es que resulta peligroso despertarse muy temprano por la mañana, por eso yo nunca me levanto antes de las nueve de la noche; me lavo la cara, me pongo brillantina en el cabello y salgo para el cabaré. Conozco a una persona que al despertar se encontró convertido en polilla, otra que se había transformado en mosca de la fruta, y otra que despertó hecho una tenia saginata (lombriz solitaria). Vivió el resto de sus días metido en las tripas de su prima, la soltera.