En la Valencia de los sesenta hubo muchos cines y en mi barrio fueron especialmente numerosos. A bote pronto recuerdo hasta nueve, todos ellos de reestreno, todos de poca monta, con butacas que crujían y pantalla repuntada. Muchos de esos cines cerraron con la irrupción del vídeo doméstico y porque no pudieron acondicionar sus instalaciones a lo dispuesto por el Reglamento de Espectáculos y Actividades Recreativas de 1982.
En la calle Carniceros, a unos doscientos metros de mi casa, estuvo el cine Colón, al que mi madre seguía llamando Doré porque ese fue su nombre de pila en los años treinta. Allí conoció a mi padre y allí intercambiaron sus primeros toqueteos, hasta que estalló la guerra y todo quedó interrumpido. Años más tarde recuperaron el tiempo perdido y, tras un larguísimo noviazgo, acabaron casándose y me engendraron una noche al salir del cine. Creo que la afición por las películas la adquirí acompañándoles a las sesiones del Doré. Recuerdo todavía el horror que despertaron los monstruos de La guerra de los mundos en mi recién estrenado cerebro, así como, años después, el suspense de El hombre que sabía demasiado (1956) y el terror morboso de Psicosis (1960).
También muy cerca de nuestra casa quedaba el Versalles: un cine largo y estrecho que en verano se refrescaba abriendo unas puertas laterales que daban a la calle. Si soplaba algo de aire, las cortinas negras que tapaban las puertas se movían y dejaban entrever la pantalla. Algunas noches veraniegas, mi padre me llevaba hasta el Versalles para que metiera la cabeza entre las cortinas y atisbara algún fragmento de película. Un día recibí un capón del acomodador, cuya misión consistía en impedir que la gente se asomara al cine sin pasar por taquilla. Años más tarde pagué entrada en el Versalles para ver Matar a un ruiseñor (1962) y descubrir que Atticus, el personaje interpretado por Gregory Peck, era un padre estupendo, no como el mío, que, de parecerse a alguien, podría recordar al pirata de Anthony Quinn en Viento en las velas (1965).
También hubo cines al aire libre, con pantalla de ladrillo enyesado. Muy cerca teníamos la Terraza Ferca, junto a la piscina del club de natación del mismo nombre, en el patio interior de una finca de la Gran Vía. Podíamos pasar la tarde en el agua y, al anochecer, salir a buscar la cena, regresar al cine —esta vez con mi madre y con mi tía y su novio— y tragarnos un par de películas sentados en unas incómodas sillas de tijera, colocadas para la ocasión. Allí vimos ¡Hatari! (1962) y Fantomas (1964).
Otro cine cercano fue el Valencia Cinema, en la calle Quart, que luego se convirtió en teatro. Era pequeño y modesto, con cuatro ventiladores en la pared que casi nunca funcionaban. En el barrio del Carmen languideció durante años el cine Museo, quizá el cine más sucio y descuidado de todos, con algunos gatos en el patio de butacas y un indescriptible olor en los lavabos. La última vez que estuvo abierto albergaba un Antro del Terror, con un recorrido por los sótanos del Museo entre cachivaches, monstruos y sorpresas. También quedaba cerca el cine Princesa, que había sido teatro y luego lo transformaron en cine y de nuevo en teatro, y acabó siendo pasto de las llamas, y el cine Palacio, que estaba en el barrio chino y al que no debíamos acercarnos por nada del mundo, con tal de evitar que nos enterásemos de los aspectos más turbios de la vida. Esa prohibición nos llevó a frecuentar la calle Maldonado, donde estaba el cine, y hacerlo deprisa pero sin perder detalle, para comentar después todo lo que habíamos visto. En una ocasión, una vieja pintarrajeada como un loro, que custodiaba la entrada de un bar, se levantó las faldas y nos enseñó unas bragas que, según dijo, le había regalado su novio.
En aquella época también hubo un cine en la calle Turia que se llamaba precisamente así, Turia, pequeño y húmedo; y un poco más allá estaba el Español, al final del mercadito callejero de San Sebastián. Cuando mi primo y yo rondábamos los once años, mi abuela tenía en ese mercado una parada de verduras y, durante las vacaciones, le echábamos una mano al mediodía. Pasábamos las mañanas en el Botánico, jugando al escondite y persiguiendo gatos hasta el límite del jardín. Hacia la una y media acudíamos a recoger la parada y guardábamos los tablones en un almacén próximo, mientras mi abuela repartía órdenes a diestro y siniestro —“porta’m les safanòries, les bledes, els naps, les carabasses…”— y refrescaba el género. Mi abuela se expresaba mejor en la lengua de la huerta y se apañaba muy bien contando en quinzets, cálculo que nos resultó incomprensible hasta que aprendimos que “deu quizets” era el precio de la entrada al cine Español. De vez en cuando, la abuela nos daba una propina para que nos tomáramos una horchata, pero nosotros preferíamos gastarla en el cine.
Nos gustaba el Español porque era el más nuevo y limpio de los cines de nuestro barrio. Tenía las paredes forradas de tela, cortinas con detalles de pasamanería, un telón rojo que cubría la pantalla y una grabación con las campanadas del Big-Ben que anunciaba el comienzo de la sesión. Recuerdo tardes veraniegas sin fin en el Español, engarzando un corto del Gordo y el Flaco con el NO-DO, películas mejicanas de Santo, El Enmascarado de Plata, dibujos de Tom y Jerry y el estreno de La banda de la rana (1959), Los ojos muertos de Londres (1961) o El pañuelo asesino (1963), películas de la serie Edgar Wallace, con un Klaus Kinski encarnando personajes retorcidos.
Había otros cines a los que se llegaba tomando el tranvía, como el Jerusalén, que luego fue sede de la Filmoteca, el Iberia, o el Avenida, en Ruzafa. Ya entonces éramos capaces de alcanzar la Cruz Cubierta —cine Veracruz— cuando la película lo merecía. Canción de cuna para un cadáver (1964) y A merced del odio (1965) las vimos allí. Buscábamos la programación en Las Provincias y nos dejábamos guiar por el título. Mi primo se quejaba cuando elegíamos películas de miedo o policiacas. Él prefería las del oeste o de romanos, tipo El sabor de la venganza (1963) o Brazo de hierro (1964). No obstante, nos tragábamos cualquier cosa y, si nos gustaba, la repetíamos, como Las tres caras del miedo (1963), que nos horrorizó por tres veces consecutivas en el antiguo Doré. Eso sí, evitábamos los cines de estreno, que eran demasiado caros. Solo en una ocasión fuimos al Capitol para ver una película de Cantinflas, y ese cine, que era de estreno, nos pareció muy poco elegante. Lo imaginábamos más grande y lujoso y resultó ser, a nuestros ojos, peor que el cine Español. Además, aquella tarde, un señor quiso meterle mano a mi primo, aprovechando la oscuridad de la sala, y eso es algo que nunca nos había pasado ni en los peores cines de nuestro barrio. Hoy solo queda del Capitol la fachada, de ladrillo rojo y cierto aire modernista. El local se ha convertido en un espacio de comida rápida que solo conserva algunos detalles de su pasado esplendor.
En fin, llevo dos páginas rememorando los cines de mi infancia y lo hago sin nostalgia. La nostalgia envejece mal. ¿Cómo justificarme, entonces? Salvando las distancias, haré mías las palabras de Federico Fellini cuando le preguntaron por su actividad: “Filmo películas —dijo— porque me gusta contar mentiras, inventar historias, y explicar cosas que vi, personajes que conocí y, sobre todo, porque me gusta contarme a mí mismo”. Pues eso. Pispo la cita de Fellini, me la aplico y cierro.