– ¿Recuerdas aquello que me dijiste?
Esa pregunta resonaba con insistencia en mi cabeza y no conseguía identificar su origen. Había estado durmiendo más de doce horas seguidas y mi sobresaltado despertar había logrado ponerme de muy mal humor, cosa que venía a añadirse a un malestar físico realmente insoportable.
– ¿Recuerdas aquello que me dijiste?
La cabeza martilleaba dolorosamente con latidos fortísimos que me obligaban a apretar los ojos casi con cada movimiento que hacía, por muy leve que este fuera. Podía recordar que la velada anterior había comenzado con una comida ligera en el jardín de un amigo mientras conversábamos de cosas banales en agradable compañía.
– ¿Recuerdas aquello que me dijiste?
La reunión discurría discretamente, charlando con algunas personas conocidas de entre los muchos invitados a la fiesta que, por cierto, no recuerdo bien a qué se debía. No acostumbro a asistir a esa especie de eventos de carácter social en los que el alcohol suministrado de manera ininterrumpida acaba haciendo estragos en muchos de los asistentes. Parece que yo me dejé llevar por esa dinámica y esta insoportable mañana venía a corroborar que no puse freno ni fui nada prudente con la ingesta de bebidas.
– ¿Recuerdas aquello que me dijiste?
¿Por qué acudía a mi mente esa pregunta? ¿Había sido resultado de un mal sueño o quizá tenía algo que ver con alguna conversación que pude haber tenido la noche anterior? No lograba desembarazarme de la extraña sensación de que no provenía de ninguna pesadilla alcoholizada y, vagamente, sospechaba que, entre los lejanos recuerdos de la fiesta, hubo alguna presencia que fue el origen de esa insistente llamada que martirizaba mi estado semiletárgico.
– ¿Recuerdas aquello que me dijiste?
Lo más desconcertante de la pregunta es que en ella se incluía otra cuestión a la que dudo mucho que pudiera acercarme de no recordar el origen de la persistente frase. Estaba tratando de acordarme de alguien que quizás me estaba preguntando por algo que pude haberle dicho en otra ocasión y que, por la insistencia con que me torturaba, debía de ser algo importante. Se estaba convirtiendo en una obsesión insoportable que comenzaba a provocarme angustia y mucho agotamiento.
– ¿Recuerdas aquello que me dijiste?
Miré mis ojos en el espejo y vi cómo la noche había dejado sus huellas en mi expresión. Me refresqué la cara y me tumbé en el sofá con la esperanza de poder relajarme y aliviar mis angustias. Con el brazo cruzado sobre mi cabeza cerrando la entrada de luz, empecé a dirigir mi mente a la respiración a fin de suavizar la tensión y convertir mis pensamientos en un fluir mecánico que no tuviera agujas que los torturaran. No conseguí que durara mucho tiempo, pues en ese momento vislumbré entre una espesa niebla de sensaciones un recuerdo que iba tomando forma poco a poco.
– ¿Recuerdas aquello que me dijiste?
La pregunta había surgido de labios femeninos. Había sido una mujer la que me la había formulado y la imagen de ella iba dibujándose en el fondo de mi mente, como si fuera el esbozo de una pintura que está creando un artista partiendo de un lienzo en blanco. Sus pómulos me eran bien conocidos; su mirada me había seducido mucho tiempo atrás; sus labios habían templado los míos con sus besos.
Pero ella ya no existía. Hacía mucho tiempo que había muerto en un accidente de circulación y mucho tiempo también que yo había logrado superar la tragedia que la separó de mí definitivamente. Muchos años antes, había sido mi compañera y con ella había encontrado un sentido a mi descontrolada vida. Habíamos hecho planes juntos y juntos nos habíamos reído y habíamos compartido experiencias de todo tipo.
Pero ella ya no existía.
Y la noche anterior había aparecido de nuevo ante mí en una fiesta para preguntarme “¿Recuerdas aquello que me dijiste?”.
No sé si alguien más pudo verla, pero sí sé que yo la vi. Y que me habló.
– ¿Recuerdas aquello que me dijiste?
Solo me dijo eso y desapareció. Entonces me quedé helado con la copa en la mano pensando en lo que acababa de experimentar. Y en su pregunta.
Pero no supe contestarla. Me emborraché, más por el miedo que sentí que por el deseo de hacerlo.
Hoy, con un escalofrío y la cabeza perdida entre interrogantes, creo que nunca podré contestar a la pregunta de la que un día fue mi mujer.