Se debe a veces, casi siempre, atender a los monstruos.
Maurice Pialat tenía en sus rodajes, según todas las fuentes, comportamientos despóticos muy desagradables, propios de un monstruo, con sus actores y colaboradores. Cuando alguno de ellos ponía mala cara ante la perspectiva de tener que repetir una toma tras las treinta y siete previas, recibía toda una batería de improperios, lanzados con inusual fuerza. Pero había que entenderlo: estaba molesto consigo mismo por no conseguir captar sensaciones corrientes, vivas, sin impostura alguna, fuera del juego actoral por el que se dejaban caer habitualmente, a la que tuvieran alguna experiencia, todos los intérpretes.
En un programa para Arte TV que he visto recientemente, Sous le soleil de Pialat (William Karel, 2021), surge la secuencia a la que quiero aludir.
Dramatis personae, que creo que se dice:
Maurice Pialat, primero pintor, luego director de cine con primer largometraje algo tardío (1968), lo que lo situó como continuador de la Nouvelle Vague, aunque rodó sus cortometrajes antes y era en realidad mayor que los componentes del grupo. Absolutamente enemigo de la infección sentimental contra la que también se posicionaba, por ejemplo, Luis Buñuel (razón por la cual prefería a Buster Keaton en la pugna por el aprecio del espectador que lo enfrentaba a Charles Chaplin).
Gerard Depardieu, actor muy popular, hasta el punto de alcanzar el Olimpo de la fama, que lo ha convertido en un mito, una figura intocable, más allá del bien y del mal, aunque participe desde hace ya muchos años en películas que no merecen gran recuerdo.
Otros muchos y famosos (Sandrine Bonnaire, Sophie Marceau, Jacques Dutronc, Guy Marchand, Serge Toubiana, Nathalie Baye,…) que aparecen en la grabación. En la secuencia de la que voy a hablar tienen únicamente el papel de coro que ha preparado previamente el terreno, pues han explicado ampliamente el carácter de Pialat y el horroroso clima que acababa invadiendo sus rodajes, para terror de todo el mundo, dibujando con precisión al monstruo, en el mejor de los casos con algún escaso momento de ternura.
El programa citado me gusta especialmente por las grabaciones antiguas que incorpora. En una anterior a la que quiero señalar, vemos en un escenario a Gerard Depardieu frente a un micrófono, mientras a su lado, algo apartado, puede apreciarse a Maurice Pialat —con largo cabello blanco y signos evidentes de vejez— y a Serge Toubiana, quien, a la sazón, había organizado, ya Pialat consumido por la enfermedad, ese homenaje a su persona.
Depardieu toma, digo, el micro y dirige unas palabras al público, aunque está claro que íntimamente las está dirigiendo a Maurice Pialat. Dice más o menos que actuando con Pialat en ocasiones lo ha pasado muy bien, en otras muy mal, pero que es quizás con el único con el que se ha sentido realmente vivo. Se ve entonces a un Pialat hierático, sin la menor muestra de emoción, pero en el plano posterior sí se le ve emocionado abrazando a Depardieu.
Toubiana, que por una especie de memorias suyas que leí recientemente sé que fue una de las pocas personas que estuvieron yendo a ver en los últimos días de su vida a Pialat, comenta entonces que estaba ya postrado y, en esa condición, lo único que le reanimaba, que le hacía respirar, aspirar un poco de aire, era algo mínimo: una palabra de Depardieu.
Pues bien. Llegamos a la escena en cuestión. Vemos a Gerard Depardieu sentado, pero no repantingado, en un sofá, en una habitación por lo demás desnuda. Está claro que Maurice Pialat ya ha fallecido y le debían estar pidiendo unas palabras sobre el director. El grandullón es derrotado sin miramientos por sus sollozos, que le impiden soltar la más mínima frase. Únicamente se le entiende decir, de forma entrecortada, que quiere mostrar su satisfacción por haber, en su vida, “acompañado un poco a Maurice”.
Todos tenemos algo de niño grande, por muy grandes —como Depardieu— en que nos hayamos convertido.