Llamarse a engaño (Victoria sobre el sol)

La rana dorada


El mundo moderno es una formidable empresa de sugestión. 
René Guénon

La Modernidad es una fantasmagoría en la que penetramos cada vez con mayor hondura a través de una mirada nublada por conceptos cada vez más arbitrarios y aberrantes, como lo haría una broca perforadora petrolífera dirigida por una computadora; es un modo de estar en el mundo exclusivo de lo que vamos a denominar “civilización occidental”. La hacen posible: una mirada absolutamente errónea y fuertemente nihilista lanzada sobre el pasado —al que se teme, tergiversa y niega— y un trabajo de hipnosis grupal al que nuestras sociedades dedican recursos cada vez más cuantiosos.

La “sociedad del espectáculo” no es un accidente, ni una desviación de un presunto curso emancipatorio que encuentra obstáculos a superar, como no es casual el intento de inyectárnosla en vena. La Modernidad es un proceso, posiblemente también un proyecto, en el cual la inversión de los signos y la sugestión masiva juegan un papel decisivo (confrontar El reino de la cantidad y los signos de los tiempos de René Guénon). Me atrevo a afirmar que nos encontramos, ni más ni menos, con una contra-ontología en ascenso.

En un libro[1] de recomendable lectura del pintor y arquitecto César Barrio, en el que se explora con rigor y erudición el contenido de la obra de arte, el autor secuencia cuatro etapas: Presencia, Infinito, Cristal e Intervalo, y asevera que «la modernidad es un concepto exclusivamente occidental y que no aparece en ninguna otra civilización. La razón es simple: las demás civilizaciones postulan imágenes y arquetipos temporales de los que es imposible deducir, inclusive como negación, nuestra “imagen del mundo”. Todos sus arquetipos son tentativas para anular o minimizar los cambios». Luego continúa con un texto de Octavio Paz, donde se precisa y refina esta idea, a la que retornaremos al final del artículo.

“Cambio” es una palabra llena de prestigio, procedente del latín, que han utilizado malandrines políticos como Felipe González o Barak Obama, y que significa trueque o cambalache. Dar una cosa por otra. Su significado está ligado desde sus orígenes al mundo del comercio.

Pocos momentos de la Historia han conocido una mayor efervescencia y pasión, en gran medida recluidas en el mundo artístico, como la que denominamos la época de “las vanguardias”, que comenzó su andadura a finales del siglo XIX, de consuno con las “vanguardias” políticas procedentes de la “revolución francesa”, esta última modulada y relanzada durante décadas a través de la herramienta hipnótica del periodismo de masas, ambas caracterizaron, con su furor, la primera mitad del siglo XX haciendo hincapié en el periodo de entreguerras y uniéndose, tras 1945 hasta nuestros días, en un devenir más bien crepuscular. De esta cuestión del despliegue, madurez y decadencia de “las vanguardias” artísticas, una de las modalidades más destacadas con las que se manifiesta la pasión por los cambios y lo que denominamos “futuro y progreso”, así como de rastrear su circunstancia y, con ello, las influencias sobre el mundo circundante, se ocupa el notable libro de Eduardo Subirats: Linterna mágica; subtitulado, nada accidentalmente: “vanguardia, media y cultura tardomoderna”.

El futuro, el progreso, los cambios, los experimentos formales, el ansia de novedad, la hostilidad hacia el pasado y la tradición, la impostación mesiánica de corte político o demiúrgico… todas estas cuestiones, profundamente desgastadas en la actualidad, tienen una intensa relación con las formas de percepción que en un pasado no muy lejano trataban de involucrar a las sociedades humanas con la terna: Tiempo, Utopía y Espacio. El triángulo básico que expone esquemáticamente la forma de la percepción moderna. La fantasmagoría buscaba darse forma mediante un ideal artístico que pudiera otorgar una configuración global a la cultura. La comercialización, banalización y posterior descrédito de estas mismas vanguardias no es otra cosa que la culminación de su penúltima etapa como programa civilizatorio. De la emancipación propuesta a la nivelación manifiesta.

Y es que la ruptura con el orden naturalista de la representación de la cual emergerán, entre otras, corrientes tan significadas como el constructivismo y el surrealismo, es la clave de bóveda de la Modernidad artística. Todo ello se da en paralelo con profusos avances de la técnica y las ciencias y con la aparición y consolidación de nuevas formas de dominación (los Totalitarismos). Aviso al lector que, en todo momento, salvo que indique expresamente lo contrario, me manejaré (me he manejado hasta ahora incluso) en el contexto retórico y temático del libro de Subirats anteriormente citado.

Lo que se avanzaba era la creación de una segunda naturaleza forjada mediante la continua producción y ensalzamiento de los simulacros; en el inframundo, el doctor Frankenstein sonríe con deleite cuando escucha hablar ya de la simulación técnica de la conciencia o del ciberespacio. Las vanguardias artísticas se institucionalizaban, tras la guerra Civil Europea, en el marco de una cultura comercial y burocrática a la vez que encontraba su epifanía más gloriosa en la televisión; los museos principiaban ya en el último tercio del siglo pasado a devenir espacios de acumulación de la más heteróclita chatarra. La abstracción había abierto la puerta a una nueva realidad virtual: el realismo holográfico y su diseño. La confusión en la multiplicidad cuantitativa (Guénon) estaba a la vista, a la espera de que facinerosos académicos consagraran lo insignificante y lo aberrante como norma a seguir, con nomenclaturas de baratillo como: “posthumano”, “transversalidad” o “híbrido” … Un riguroso procedimiento de inversión ya mencionado preside los “logros” característicos de los nuevos lenguajes estéticos y cognitivos hegemónicos en el siglo XXI. La mediocridad de los profesores alcanza cumbres abismales en un proceso que sigue su curso. ¿Cuánto debemos, en el peor sentido de la palabra, a esas fábricas de necedad en que han convertido las facultades universitarias?

Las grietas en la Gran Muralla, que ya había advertido Guénon en 1945, como metáfora del potencial de apertura de los seres humanos a lo infrahumano sutil, se abrían para dar paso desde la solidificación de la cultura, provocada por el materialismo de la época industrial con su cerrazón explícita a las realidades espirituales y metafísicas, a la etapa disolutiva en sentido estricto manifestada a través de lo audiovisual tardomoderno presente ya en la difusión de la “anti presencia” que convoca la imagen de síntesis; posibilitada por los ordenadores personales y las “inteligencias artificiales”.    

El nuevo paradigma interactivo, más las monstruosidades que en laboratorios y centros de investigación se perpetran todos los días a la búsqueda desaforada de la materia pura y la inmortalidad física de los criminales que nos gobiernan, comenzaba a enseñorearse de las sensibilidades a la búsqueda de su radical institucionalización. Y entonces llegó la Covid… 

La demiurgia artística en la etapa de la sustitución del cosmos natural por una “realidad» de diseño implica una secuencia de racionalización forzada, espectacularización ubicua y empobrecimiento psíquico generalizados. La pretensión de erradicación de lo espiritual tiene consecuencias. Como señala Subirats: «el ciberespacio es la última expresión de la ciudad fractalizada, una caricatura holográfica de la Ciudad Celeste».

La crisis de la realidad acompaña a la crisis del orden de la representación. La sociedad planetaria en los tiempos de la Covidistopía, la Agenda 2030 y las alocuciones seudocientíficas, pero fuertemente tecnotrónicas de Klaus Schwab, muestran como la materialización del diseño de una sociedad global cobra ribetes cada vez más grotescos. Un ritual de neutralización electrónica de la experiencia hace esto posible de manera generalizada, un procedimiento que oscila entre la anestesia universal y la concretización de lo tenebroso.

Hay menos distancia de la que creemos entre los procedimientos propagandísticos de Goebbels (nazismo-radio) y las concepciones sobre la acción comunicativa de Habermas (socialdemocracia-reino de la pantalla), en ambos casos nos encontramos con una negación terminante del pluralismo y una afirmación, más o menos reconocida por ambos actores, de una servidumbre voluntaria imprescindible ante las tecnologías de comunicación de su tiempo. Alemania sigue siendo el lugar emisor privilegiado de toxinas.

El sacrificio de la dignidad ontológica de los objetos realizada, tanto por los artistas de vanguardia como por los mass media contemporáneos, especialmente la televisión y los videojuegos, implica una fragmentación y empobrecimiento de la experiencia expulsando quizá de manera definitiva toda percepción reflexiva del mundo. La detestable utopía de Le Corbusier, consistente en una subordinación del arte a la transformación de la existencia humana, está consumándose alrededor nuestro. 

La precariedad de los objetos producidos por la industria, donde la pérdida de sentido estaba relacionada directamente con su reclusión en los aspectos funcionales, ha culminado en la emergencia del realismo holográfico que otorga a determinados engendros ya en circulación, no los llamaré objetos, una naturaleza difusa, aunque aceptada. Todo estaba ya en germen en la magia catóptrica de Athanasius Kircher donde se inauguraba, mediante la linterna mágica, el poder seductor de corte ectoplásmico en la producción de imágenes (confrontar Subirats).

«Al mismo tiempo que el mundo verdadero hemos abolido el mundo de las apariencias», apunta Cesar Barrio en su libro, citando a un Nietzsche exultante influido por “el chino de Königsberg”. Sin duda, hay maneras más sencillas y menos dolorosas de arrancarse los ojos, pero más allá del sarcasmo obligado, a mi juicio más que merecido tras el abundante caudal de lluvia negra presuntamente artístico que ha caído sobre todos nosotros, tanto antes como después de Hiroshima, es necesario que miremos alrededor nuestro y reflexionemos.

Porque más allá de metáforas de emergencia de las profundidades, mediante la extracción de petroleros y arqueólogos de oscuras y vetustas reliquias, lo que tenemos ya con nosotros es una segunda realidad electrónica y espectacular generadora de una ceguera planetaria global que busca abandonar la superficie de las pantallas para insertarse en nuestro torrente sanguíneo. Preludio premeditado de lo que hoy estamos ya entreviendo: un matriarcado antropófago de corte cibernético. Un último sucedáneo del orbe cristiano antes del advenimiento del asteroide lloroso, una segunda realidad ex nihilo (Orbis Tertius) definida a partir de un algoritmo con una increíble pulsión de absorción…

Una mirada nueva, que hoy vemos, ha contribuido a generar los monstruos que nos rodean pero que, y retornemos para cumplir nuestra promesa de hablar de Octavio Paz, se supone cumple los ensueños de algunos poetas que buscaban borrar las fronteras entre vida y poesía. Según Octavio Paz hay un momento, que César Barrio localiza en Las Hilanderas de Velázquez, en el que la pintura no quiere ser representación sino presencia. Si como el personaje de Woody Allen levantamos el dedo y preguntamos impetuosamente, como los niños: ¿presencia de qué o de quien y para qué y quién? Solo encontremos un incómodo silencio como respuesta.

Al final, el parto de los montes, como en el cuento, venía a ser un ratón: la interactividad en entornos virtuales. Preludio de otra “realidad”, relacionada con el “Internet de las cosas” y la nanotecnología, que da para otro artículo.

Nos quedamos, pues, con esto para mejor no aturdirnos demasiado: el horizonte de Mamá Automática para los muchos y cuerpos de repuesto para Marte, incluso “más allá”, para los “elegidos”.

«El fundamento de la modernidad es una paradoja doble: por una parte, el sentido no reside ni en el pasado ni en la eternidad sino en el futuro y de ahí que la historia se llame asimismo progreso; por la otra, el tiempo no reposa en ninguna revelación divina ni en ningún principio inconmovible: lo concebimos como un proceso que se niega sin cesar y así se transforma. El fundamento del tiempo es la crítica de sí mismo, su división y separación constantes; su forma de manifestación no es la repetición de una verdad eterna o de un arquetipo: el cambio es su substancia. Mejor dicho: nuestro tiempo carece de substancia y más. Su acción es la crítica de todo substancialismo». (Octavio Paz).

Paz, sí, para los hombres de buena Voluntad.


[1] César Barrio: Lo que no se ve. Contenido de la obra de arte. Archivos Vola. Madrid 2021.