Last of us, hora cero

Cruzando los límites

Nadie imaginó que la tercera y última guerra mundial empezaría en la frontera entre la India y Pakistán. El primer indicio no fue, como algunos quisieron creer, el apagón general en España, ni los frecuentes cortes de trenes que se quedaban sin luz. Mucho más allá, una fuerza misteriosa buscaba la manera de acabar de una vez con la superpoblación, de convertirnos a todos en zombis. El primer misil nuclear lo lanzó Pakistán, el siguiente la India y, en ese momento, Rusia no vio ningún impedimento para hacer lo mismo en Europa.

Josi vivía en Barcelona. No se lo podía creer. No había pasado mucho tiempo desde el primer apagón, un ensayo para ver la reacción de la población. El segundo duró tres días. El tercero fue el definitivo. La primera bomba nuclear, combinada con un ciberataque, dejó a toda Europa sin luz y sin información. Josi tenía el kit de supervivencia, un cargador solar para el móvil y una suscripción a Starlink con un soporte de pared orientado a los satélites. No tardó ni cinco minutos en aparecer la primera noticia: «Apagón en toda Europa». Lo primero que pensó: «Otra vez». Ni se molestó en avisar a los vecinos. Pero, después de otros cinco minutos, el titular se había convertido en: «Rusia lanza un ataque nuclear sobre Ucrania». Lo primero que pensó: «Si no puedes conquistarlo, destrúyelo». Diocleciano-Putin había ordenado pasar por la espada de los átomos a todos los ucranianos.

Diez minutos después se supo que el ataque se había extendido a Alemania y a Francia. Josi vomitó porque, en situaciones de crisis extrema, el cuerpo se deshace de los alimentos presentes en estómago e intestinos para reconducir toda la sangre a los músculos y el cerebro. ¿Qué podía hacer? Lo primero, compartir la noticia, ver cómo se desmoronaban sus vecinos, porque, si no era el fin del mundo, era el principio del fin del mundo tal como lo conocíamos. La luz no iba a volver, seguramente. La gente salió a la calle a comunicarse con sus otros vecinos. Ella no era la única que tenía internet por satélite, así que había cundido la alarma.

Josi vivía sola, no tenía coche, sus hermanos se hallaban a un centenar de kilómetros. ¿Qué hacer? Esperar.

Poco a poco, se fue desvelando la situación, y cada vez era peor. Habían atacado las centrales nucleares en Francia y las de ciclo combinado en Alemania. Solo quedaban las sostenibles, que hicieron volver la luz durante unas horas, cuando las noticias hablaban ya de millones de muertos. Europa contraatacaba. Estados Unidos se veía involucrada. China invadía Taiwán. En Rusia, la población había abandonado Moscú y las grandes ciudades, pero Europa estaba desvalida. En la frontera había colas kilométricas de vehículos que buscaba refugio en el sur de Europa. Empezaban a verse por las calles circulando sin rumbo hacia un destino desconocido.

Al tercer día, una de las bombas estalló sobre la nuclear de Vandellós. Aunque estaba parada en previsión de un ataque, se produjo la fusión del núcleo y una nube de radiación se dispersó por toda Catalunya.

El séptimo día vomitó por culpa de la contaminación radioactiva. Aún se estaba recuperando cuando, desde la ventana, vio como la gente venida de otros países había abandonado sus vehículos y se agolpaba buscando refugio en los portales. Nadie se atrevía a bajar a la calle para abrir las puertas. Los timbres enmudecieron el día que se fue la corriente, pero los gritos se oían como si los balcones estuvieran asomados a un infierno en llamas lleno de condenados. Hacía tres días que los supermercados estaban vacíos, y pronto se acabarían las reservas en casa, con las neveras apagadas. El cielo había enrojecido y empezaba a caer aquella ceniza que habían visto tantas veces en las películas de desastres nucleares.

Las noticias no podían ser peores. Una ola de calor se sumaba a la radiación. «Europa arde», decían las noticias: «Bajo el fuego radioactivo muere la mayor parte de la población». En la escalera de Josi se habían marchado casi todos los vecinos, huyendo hacia no se sabe dónde. Ella misma abrió el portal para que entrasen los refugiados. Reventaron las puertas de los pisos vacíos, tenían derecho a morir en una cama. En el puerto, los barcos repletos de padres y niños zarpaban solo para alejarse de las costas emponzoñadas.

No había forma de alimentar a quienes se iban ni a los que se quedaron. A falta de agua corriente, había multitudes llenando garrafas en los cauces de los ríos, donde se habían encendido hogueras para hervir el agua sucia. La histeria había dado paso a la depresión.

Josi vio como su propia casa era ocupada por dos familias francesas, y tuvo que irse a vagar por las calles. Llegó al río Besós, donde, muerta de sed, consiguió que le dieran una botella de plástico llena de un agua amarronada en la que nadaban extraños insectos. Bebérsela empeoró la descomposición de un aparato digestivo que ya estaba en estado catastrófico.

Sabía lo que vendría a continuación: deshidratación, caída del cabello y de las uñas, pérdida de visión, una debilidad monstruosa que no era depresión, que no tenía cura. Las farmacias habían sido saqueadas en busca de cualquier cosa que sirviera para morir sin dolor.

Lo suyo era una lucha desesperada por llegar a alguna parte, por documentar en su mente lo que debieron ver los ojos de los indigentes drogados antes de la catástrofe: un mundo en descomposición frente al cual el alcohol y las drogas son la única solución, el prisma a través del cual observar una realidad que no acaba de desaparecer, en la que, cuando te duermes, vuelves a despertar en el mismo escenario. Tirada en un portal, junto a otros cientos de individuos, soñó que el mundo volvía a ser el de antes: niños y familias con perros paseando con la compra del supermercado, indiferentes a su estado.

Uno de ellos le dio una botella grande de algo, otro le dio dinero, unas pocas monedas, otro le dijo: «Aquí al lado hay un hipermercado con lavabo, puedes asearte». Se vio a sí misma en el asiento de una fachada, rodeada de bolsas, con la misma ropa que llevaba hacía dos meses, con un trozo de papel de plata en la mano, una pizca de eso que llaman cocaína rosa y un mechero en la otra mano.

De pronto, fue consciente de que la única bomba atómica había caído en su cerebro, de que era una indigente, de que la había abandonado su marido, de que se había quedado sin trabajo y sin casa, de que había venido de otra ciudad y se había aposentado hacía dos meses en esa bancada donde nadie le hacía caso, aun cuando estaba extraordinariamente sucia y andrajosa. Si se hubiera mirado en el espejo, habría visto su rostro amarillento, aún no lo bastante ajado para que nadie la desease. Se había acostado con alguien que le había dado la droga, y otro el alcohol, y otro el dinero, y tenía un fuerte dolor de estómago. Supo entonces que aquella iluminación era el canto del cisne antes de la muerte y sonrió, porque pronto abandonaría este mundo y, no obstante, temió que todo fuera una pesadilla y que se despertaría en una casa con dos niños, un marido apremiante y un reloj marcando la hora de levantarse, ducharse, preparar a los críos, llevarlos al colegio, ir a trabajar, celebrar una docena de reuniones, correr al supermercado y luego a casa, estresada, y volver a empezar, sabiendo que solo podría vivir durante el sueño, y aun así, en el sueño siempre se estaba muriendo.