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Me contó que nació con un bicho y que lleva toda la vida haciéndole frente. Que enseguida reconoce a los sujetos que llevan su propio bicho a cuestas y que no todo el mundo le para los pies, que hay quien decide sucumbir. Dijo que desde pequeñita había visto cómo algunas personas eran desgraciadas porque se dejaban llevar por él. Ella decidió mantenerlo a raya, aunque sabe que lo hizo solo porque no quería una vida triste.
Al bicho, unos le llaman cinismo; otros, fondillo negro, entrañas negras, mirada oscura, mirada fría y hasta noche en el alma. Ella lo llama simplemente bicho. Me contó que siempre va con ella, que lo observa todo y que cuando llega a casa escribe algunas frases en un cuaderno de aspecto inquietante. Dijo que a lo largo de su vida se ha asegurado con mucho cuidado de no adoptar un punto de vista cercano al suyo. Por eso nunca quiso leer el cuaderno… hasta hace poco, por San Valentín, debido a una razón muy molesta.
Unos años atrás, no sabía cuándo, en todas sus conversaciones con amigas y conocidas se había instalado el mensaje “tú estás sola”. Era como si lo sustancial de ella no fuese ya ser persona o aficionada a la jardinería o desarrolladora de paquetes de funciones en lenguaje R. Lo sustancial era que vivía sola. Y, en el colmo de lo inaudito, eso tenía unas connotaciones estrafalarias que el resto de mujeres se empeñaba en poner de relieve con una lógica que a ella se le escapaba: “Si yo estuviese sola también tendría un perro”, “si yo estuviese sola también estudiaría”, “si yo estuviese sola también cultivaría tulipanes”, “si yo estuviese sola también iría otra vez a Córcega” …
En el correr de los meses, las afirmaciones sobre su soledad se volvieron cotidianas y en lugar de ir perdiendo efecto, cada vez la intrigaban más. Todo el contenido de su día a día era atribuido a la soledad, a pesar de que las actividades en las que se ocupaba eran idénticas a las que realizara en el pasado o similares a las de sus interlocutoras, todas ellas emparejadas. Incluso cuando examinaba el tono que usaban con mucha atención, no era capaz de decidir si se trataba de una excusa —las que no estamos solas tenemos obligaciones que no nos permiten desarrollar todo nuestro potencial— o se trataba de una imputación perversa de rasgos maníacos —no tienes algo importante en qué pensar y de ahí esa actividad frenética—.
Pronto comenzaron a completarle las frases en las conversaciones:
—Necesitaba salir a dar un paseo porque llevaba muchas horas…
—…sola.
O:
—Me matriculé de demasiadas asignaturas porque…
—…estás sola.
O incluso:
—Dice el médico que me va a rebajar la cantidad de hormona tiroidea por el nivel elevado de…
—…soledad.
Estaba tan intrigada, que durante unos meses intentó penetrar sibilinamente en el pensamiento de todas aquellas mujeres: “Tú y yo hemos tenido perro y vivíamos acompañadas”, “tener perro no está relacionado con la soledad”, “solas o en pareja, siempre hemos cultivado flores”… No servía de nada, no alcanzaba ninguna conclusión racional.
Aquellas observaciones habían llegado para quedarse y se convertían en una auténtica avalancha cuando se acercaba el 14 de febrero. A lo largo del último año, había sentido demasiadas veces una desesperación muy desagradable: no le molestaba el contenido de la expresión en sí —o no demasiado—, pero no tenía una teoría de con qué finalidad se empleaba. Y ella siempre había tenido en su vida una teoría para todo. Me dijo que fue en ese estado de desesperación que buscó el cuaderno nauseabundo y lo leyó.
No era tan terrible como había imaginado. Se trataba de una especie de diario con dibujos y anotaciones. En las últimas páginas había una sección titulada Las masacres de San Valentín. Entre garabatos y viñetas, figuraba un estadillo: una lista de “Damnificadas”, una retahíla de pérdidas bajo la inscripción “Lucro cesante” y un apartado titulado “Daños imputables a”:
Damnificada: Lolita Pérez; Lucro cesante: 1 postgrado, 1 perro y 1 iguana.
Damnificada: Aitana Borrilla; Lucro cesante: 2 poemas, 3 novelas y 1 gato.
Damnificada: Mireia Pistas; Lucro cesante: 1 viaje a la Inglaterra de Austen, 1 diplomatura de postgrado y 2 cosechas de fresias…
Y así para Maruja Crisol, Nuria Pacilla, Rosi Viburno y muchas otras. En las casillas de “Daños imputables a”, el bicho había escrito: el amor, el amor, el amor…
Me dijo que allí, con la mirada del bicho entre las manos, tuvo su mejor carcajada en mucho tiempo. No sabía nadie que ella nunca estuvo sola, sino siempre —lo quisiera o no— muy mal acompañada.
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